viernes, 30 de noviembre de 2012

RELATO: LA LÍNEA RECTA

Hola, mistercitos. ¡Hay que ver el frío que hace! Lo único que le apetece a uno es no salir de la cama y quedarse allí acurrucado escuchando como las gotas de lluvia te dan los buenos días golpeando contra la persiana. Pero claro, uno no es millonario y no le queda otra que levantarse. Primero sacas un pie, más que nada para que el cuerpo se aclimate poco a poco y el impacto no sea tan grande, pero nada, ni aclimatación ni leches. Vuelves a meter el pie, lo vuelves a sacar y así estás hasta que te das cuenta de que llegas tarde a trabajar. El carrerón que te pegas te hace entrar en calor al instante. Si esa es la forma habitual de empezar el día, nornal que acabe como acaba muchas veces. 
En fin, vayamos a lo nuestro. Hoy os traigo un nuevo relato para el que he encontrado la inspiración en "El Rincón de Moisés", concretamente aquí. Su post me ha resultado tan familiar en las situaciones que describe que no he podido por menos que prometerle escribir un relato sobre el asunto que trata y aquí está. Espero que todos, Moisés incluido, disfrutéis de él.
Abrigaos bien.




               Las puertas automáticas se abrieron por enésima vez aquel día. Un par de pasos fueron suficientes para que Clara hiciese su aparición en la planta baja del centro comercial. Las manecillas del reloj se adormecían en algún punto indeterminado de la media tarde y la ligera brisa producida por el aire acondicionado ayudaba a suavizar la asfixiante sensación de calor del exterior. 
            Clara se paseo por los extensos pasillos, deteniéndose a contemplar los distintos escaparates, ventanas que mostraban paisajes levantados en torno a una misma idea, el consumismo. Sí, lo sabía. En su cabeza resonaban las múltiples ideas que su hermano intentaba siempre inculcarle en sus interminables charlas sobre una sociedad que poco a poco sucumbía ante un sistema que hacía agua por todas partes. Sin embargo, por mucho que él insistiese, aquello no iba con ella. Clara no se complicaba la vida. Si dentro de ella algo la empujaba a comprarse algo y disponía de dinero en la cartera, ¿por qué no iba a hacerlo? Aquel era uno de esos días. Se había levantado de mal humor y aquel estado de irritación había ido en aumento a lo largo del día. En verdad no tenía motivos para estar enfadada, tal vez fuese culpa del insoportable calor que asediaba la ciudad desde hacía una semana, aún sin haber llegado el verano. Seguro que cuando llegase la época estival estaría lloviendo durante semanas, aquella maldita ciudad era el mismísimo espíritu de la contradicción.
            Cualquiera que fuese el motivo de su malestar, Clara necesitaba comprarse algo. Perderse por las tiendas en busca de algo que la sorprendiese era una práctica que solía aplacar sus nervios y aquella tarde lo necesitaba. La chica se paseó por una tienda tras otra sin encontrar lo que ni siquiera sabía que buscaba y sin poder sacarse aquella sensación de agobio del cuerpo. Entonces recordó que en uno de los pisos superiores se había inaugurado no mucho tiempo atrás una óptica. Tal vez unas gafas de sol polarizadas consiguiesen alegrarle el día.
            De este modo, Clara enfiló sus pasos hacia la zona de ascensores. Con un rápido vistazo se decidió por uno que se presentaba vacío de gente; no le apetecía tener que compartir un cubículo tan pequeño como aquel con nadie más. Aquel día no. Introdujo su cuerpecillo en el cajón móvil de acero y cristal para seguidamente pulsar el botón que había de llevarla al quinto piso. Sin embargo, algo habitual cuando se va en ascensor es que el viaje no suele ser directo, más bien son unas cuantas las paradas hasta alcanzar el destino deseado. Así, el ascensor se detuvo en el segundo piso. La puerta se abrió para revelar a un variopinto y sonoro grupo formado por seis ancianas a cual más encopetada. Las mujeres cesaron su animada charla y dirigieron a Clara una mirada ultrajada. La joven la captó al instante y se dio cuenta de que ella era la nota discordante, el elemento negativo que rompía la paz y la armonía del grupo. Todas juntas no cabían allí dentro, sobraba una. Pues no sería ella.
            Clara supuso que las mujeres viajarían en dos grupos o esperarían a otro ascensor. Lo que por supuesto no esperaba era ver entrar a todo el grupo como si de una manada de caballos salvajes se tratase, apretándose las unas contra las otras y sin molestarse siquiera en saludar o disculparse por comprimirla de aquella manera y arrinconarla con aquella sensación de peligro ante la idea de atravesar el cristal a sus espaldas para, seguidamente, precipitarse al vacío y estamparse contra el brillante enlosado negro azabache del piso inferior. Pronto esta visión abandonó la mente de Clara. De hecho, todos sus pensamientos parecían abandonarla en fila india al tiempo que la muchacha se veía embriagada por la insoportable y penetrante mezcla de perfumes que ya empezaba a concentrarse entre aquellas cuatro paredes.
            Cuando creía que no podría resistir ni un minuto más la pequeña pantallita luminosa que coronaba el grupo de botones numerados mostró lo único que podía hacer reaccionar a Clara, un cinco como una casa. La puerta se abrió. Dos personas se disponían a entrar, aunque no tardaron en renunciar al percatarse del la compresión en el interior del ascensor. Por su parte, Clara hizo un primer intento por avanzar.
            –¿Podrían dejarme pasar? –preguntó la joven con voz calma y tranquila.
            Nadie se movió.
            –Disculpen, tengo que salir –insistió nuevamente con el mismo resultado–. Oigan, ¿pueden dejarme salir?
            Fue entonces cuando una de las mujeres, aquella cuyo semblante más ensombrecido se veía por la aridez, reaccionó.
            –Se dice “por favor” –le espetó en toda la amplitud de su rostro.
            Clara podría haberla estrangulado allí mismo, ganas no le faltaron. Aquella morsa sexagenaria, impasible ante sus requerimientos, intentaba darle clases de civismo. ¡Ella! Ella que, creyente de encontrarse en un nivel de superioridad al resto de la humanidad, taponaba la puerta del ascensor que, irremediablemente, volvería a cerrarse en cuestión de segundos. La joven barajó entonces la posibilidad de hacerle un placaje de los que resultan ser de antología, pero repentinamente acudieron a su mente las sabias palabras de su padre.
“Hija, muestra siempre respeto por todo el mundo. Incluso por los que no te lo demuestran a ti. Eso te hace mejor que ellos”.
Por supuesto, Clara siempre había querido ser mejor que los demás, así que no encontró alternativa mejor que contenerse. Ahora bien, lo que no pudo reprimir fue un cierto tono de sorna en sus palabras.
–¿Podría dejarme pasar, por favor?
Lo lógico entonces hubiese sido que la mujer se apiadase de ella, pero no. La condenada tenía ganas de guerra.
–Y para colmo te enfadas. Todos los jóvenes sois iguales, vais a lo vuestro como si estuvieseis solos en el mundo. Hay que mirar un poco y darse cuenta de que hay más gente, así que pedir las cosas por favor nunca está de más.
¡CLIN! Puerta cerrada.
Fue en ese momento cuando Clara se visualizó a sí misma abriéndole la cabeza a la mujer a golpes contra el letrero de PROHIBIDO FUMAR hasta que el dibujo del cigarrillo tachado se le quedase grabado en la frente. No lo hizo, pues es ese el tipo de prácticas por el que se tacha a la gente de mala persona.
El ascensor continuó su ascenso hasta el séptimo piso. La engreída dama y sus amigas salieron al exterior no sin cierta dificultad, apretadas las unas contra las otras, mientras miraban a Clara de arriba abajo como quien mira al asesino de John Lennon tras escuchar “Imagine” por primera vez. Todas se alejaron murmurando mientras varias personas accedían de nuevo en el ascensor. Esta vez la muchacha se aseguró de permanecer junto a la puerta, cosa por otro lado un tanto difícil, ya que como todos tenían la incomprensible necesidad de entrar a la vez, resultaba casi inevitable que la  arrastrasen hacia el fondo. Pero ella se mantuvo firme.
Una vez de vuelta en el quinto piso salió por fin del cubículo infernal y se dirigió hacia la óptica. No tardó demasiado tiempo en encontrar unas gafas de sol que fuesen de su gusto y tardó menos aún en comprárselas. Debería sentirse mejor, pero no era el caso. Clara no conseguía sacarse de la cabeza a la “encantadora” mujer del ascensor, tan versada en los temas referentes al respeto y el comportamiento cívico.
La joven decidió relajarse tomándose algo en la cafetería de la planta baja. Sin embargo, esta vez no hizo uso del ascensor y prefirió utilizar las escaleras mecánicas. Los siguientes minutos consiguieron traerle algo de calma, al tiempo que disfrutaba de un refrescante café con hielo. Tras esto, y ya que estaba allí, resolvió pasarse por el supermercado contiguo y comprar lo necesario para prepararse una ensalada para la noche. No le apetecía cocinar nada muy elaborado. Tampoco le apetecía comérselo.
Así pues, entró en el súper, se hizo con una cesta de plástico y se perdió por los pasillos, buscando tranquilamente todos los componentes de la ensalada que tenía en mente mientras se entretenía en examinar otras chucherías. Sin embargo, lo acontecido en el ascensor hacía rato seguía rondándole la mente. Clara trataba de encontrar lo malo que pudiese tener la palabra permiso. Tal vez no fuese tan efectiva como “por favor”, pero siempre sería mucho más elegante y educado que empujar a la gente o atropellarlos con un carro de la compra como estaba haciendo… ¡ella! La morsa sexagenaria, divina, respetuosa y cívica estaba allí de nuevo, atrincherada detrás de su carrito y abriéndose paso a costa de las espinillas ajenas.
Clara no pudo resistirse, tampoco hizo esfuerzo alguno, y se abandonó a la tentación. Las palabras de su padre se fueron a la mierda, las buenas maneras al infierno y el actuar de buena fe al carajo. Clara dirigió sus pasos al pasillo donde se encontraba la mujer y se colocó estratégicamente a unos cuantos metros suyos, dándole la espalda.
Fue sólo cuestión de unos segundos. El dolor que le recorrió la pantorrilla fue casi placentero; era ese tipo de placer que da la anticipación. Se giró en décimas de segundo y prácticamente le escupió las palabras.
–¡¡Señora, se pide permiso para pasar!! ¡Qué decepción! Usted que no duda en dar lecciones de civismo –dijo con la ofensa envolviendo su voz.
– ¡Ay, niña. Es que si no te apartas ¿por dónde voy yo? No voy a estar diciéndole a todo el mundo que quiero pasar.
–¿Tanta prisa tiene que ha de ir atropellando a todo el mundo?
– Pues sí, tengo prisa. Además, ¿a ti qué te importa? –dijo con no muy buenos modos–. Es asunto mío. Los jóvenes estáis siempre igual, queriendo saberlo todo. No tenéis respeto por nada ni por nadie.
Clara tuvo que dejar escapar una sonrisilla de asombro. Daba igual la posición en la que se encontrase, aquella mujer siempre llevaría la razón.
–Pues las prisas no son buenas.
–¿De qué estás hablando?
–De que vaya a donde vaya hoy, va a llegar tarde.
Aquellas fueron las últimas palabras que Clara le dirigió a la mujer. Acto seguido se hizo con uno de los cajones de cartón  en las estanterías repleto de sobres de sopa y, sin apartar su mirada de la mujer, lo vació en el carro ante la estupefacción de ésta. Hizo lo mismo con el siguiente cajón, con otro lleno de paquetes de pasta y otro más con bolsas de arroz.
La mujer tardó en reaccionar y para cuando lo hizo, Clara ya se alejaba por el pasillo, despidiéndose de ella con la mano, con una sonrisa y con la satisfacción del deber cumplido mientras ella, atribulada como se encontraba, no sabía por dónde empezar a vaciar su carro.  





20 comentarios:

  1. Jaj, ha sido gracioso. Lo peor es que las señoras así abundan. Menos mal que esta noche veré a mi abuela y recuperaré la esperanza en las ancianas amables

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    1. Sí que abundan, menos mal que todavía se encuentran algunas del otro bando. Las amables, las comprensivas, las tolerantes y las que siguen siendo jóvenes a pesar de la edad. Saludos a tu abuela.

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    2. puaajajajajajajjajajajajajajajajajajjaa a la tia!

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  2. Muy divertido y muy real a la vez. Hay señoras que se creen con derecho a todo. Me ha gustado mucho el relato.

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    1. Gracias. Sí que hay señoras así, pero también señores, jóvenes y viejos, niños y niñas, chicos y chicas. La prepotencia y la falta de empatía es común a todos los sectores de la sociedad.

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  3. Por lo que veo,hay cierta química entre vosotros dos.
    He leído algún capitulo de friends y tus relatos.
    Con tu facilidad de palabra
    y un poco de ironía,sería un gustazo ver los resultados.
    Por lo menos eso creo.

    Un saludo.

    SR.

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  4. Real como la vida misma, que estas señoras se toman la justicia por su mano. No hay mas que verlas en las paradas de los autobuses, son autenticas guerreras.

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    1. Ufff! Lo que sucede en las parada del autobús daría para una recopilación de relatos.

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  5. Lo malo de este tema es que muchos de nosotros corremos el riesgo de llegar a esas edades en unas condiciones similares.

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    1. Ese es el riesgo. Hay gente joven que ya parecen ancianos amargados.

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  6. Jajaja y bien que se lo merecía! Me ha gustado Mr M, es fluido, me gusta como lo expresas y cómo planteas ambas situaciones. La verdad es que es real como la vida misma y me hace recordar a unos vecinos mios que me hacen la vida mposible con el ruido hasta tal punto que a veces parece que van a tirar el techo y luego tienen la jeta de decir que por la noche me han escuchado "bajar la tapa del water de golpe!!!

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    1. Jajaja... ¡Qué gente! Tal vez deberías ir a hacer tus cosas en su felpudo. Siempre será más silencioso.

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  7. ¡Jajaja!
    Me sacaste muchísimas sonrisas, Mr. M. Las comparaciones abundan en el relato, para bien, y sumadas al lenguaje coloquial allí redactado (el de todos los días de nuestra vida), hace que tomemos simpatía enseguida por Clara.
    ¡Y qué final! Estupendo...
    Felicitaciones, che, me encantó.
    ¡Saludos!

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  8. Muchas gracias, aunque en realidad Clara tampoco es una víctima inocente. Desde el principio está predispuesta a la confrontación, en cierto modo también sufre de intolerancia.

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  9. Hola Mr.M, esa abuela era una estúpida total, como tantas otras personas de cualquier edad que van agobiando al personal allí por donde van, con su falta de educación, sus maneras y su vocerío.... Clara tampoco ténía un dia muy claro.
    Pienso que en esos días lo mejor es quedarse al márgen de la sociedad hasta que pase el mal momento, al menos te evitas ese tipo de historias y malos rollos. Ha sido muy divertido el relato de esta pequeña odisea cotidiana.
    ¡SALUDOS!

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    1. Toda la razón. Lo mejor una casa perdida en lo más perdido de un bosque perdido más allá de los montes perdidos y aún así seguro que no falta quien venga a llamar a la puerta para tocar los huevos.

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