lunes, 26 de diciembre de 2016

GEORGE MICHAEL, EL ADIOS DEL SEXO MUSICAL

Otra vez de duelo y esto empieza a convertirse en una costumbre sumamente desagradable. Publicaba Don McLean en 1971 el que posiblemente fuese su tema más emblemático, “American Pie”. En él hacía referencia al día en el que la música murió. Así es como se recuerda la fecha en la que la avioneta en la que viajaban Buddy Holly, Ritchie Valens y “The Big Bopper “ se estrelló, causando la muerte de los tres artistas.

Hoy, casi cincuenta y ocho años después, seguimos llorando, no sólo a ellos sino a todos los que se fueron después. La lista es larga y variada, son cada vez más los nombres que se añaden y, por supuesto, cada uno de ellos nos afecta de un modo u otro. Echando la vista atrás se nos viene a la cabeza gente de la talla de Kurt Cobain, Tupac Shakur, Michael Hutchence,George Harrison, Aaliyah, John Lennon o Freddy Mercury y, más recientemente, Whitney Houston, Amy Winehouse y, como no, Michael Jackson, cuyo fallecimiento supuso una conmoción de niveles estratosféricos.

Sin embargo, lo sucedido en este 2016 que, por fin, termina ya, ha sido especialmente
tétrico en lo que a la música se refiere. Apenas habíamos comenzado el año cuando, el 10 de enero, nos despertábamos con la muerte de David Bowie, inesperada por completo, sobre todo si tenemos en cuenta que sucedía sólo dos días después de la publicación de su último disco. Inesperada también y, devastadora en mi caso, fue la noticia del fallecimiento de Prince el 21 de abril, uno de mis grandes pilares musicales y que se llevaba consigo gran parte de mi adolescencia. Llegó noviembre  y, por no perder la mala costumbre, se nos llevó a Leonard Cohen el día 7, un par de semanas después de que el artista publicase su último álbum. Y cuando por fin parecía que la lista se cerraba definitivamente, más que nada por lo poquito de año que queda, el día de navidad se nos corta la respiración con la irónica certeza de que el artista que cada año, justo en ese día, nos tenía a medio mundo tarareando “Last Christmas” que, si bien no era un villancico, su popularidad lo había elevado a esa categoría, nos deja casi sin hacer ruido. Ha muerto George Michael.

Cierto es que si repasamos los sensacionalistas titulares de los últimos años, la noticia puede no ser tan sorprendente después de todo. Neumonías, accidentes de tráfico, drogas… Es de lo que más se ha hablado, más incluso que de sus próximos proyectos que, sí, los había para este 2017. Supongo que está en la naturaleza humana crear ídolos, elevarlos a los altares y luego deleitarnos con sus miserias. Pero supongo que los amantes de la música preferirán centrarse en eso, sus discos y sus canciones.

Y lo cierto es que su carrera no es tan prolífica como pudiese parecer, sólo cuatro discos de estudio en treinta años. Sin embargo, como la vida misma, las carreras artísticas no siempre se miden tanto por la cantidad como por la intensidad y en eso, George Michael era enorme. Y supo muy bien como transmitirnos parte de esa intensidad.

Así pues, echando la vista atrás, es fácil traer de vuelta temas variados tanto en estilo como en temática. Podemos recordar aquellos himnos post-disco de su época en Wham!, el dúo que formó junto a su amigo Andrew Ridgeley. ¿Dónde, a día de hoy, no se sigue bailando un tema tan festivo como es “Wake Me Up Before You Go-Go”? Tal vez prefiramos quedarnos que aquel otro, el tipo de aspecto canalla que nos regaló temazos como “I Want Your Sex”, “Faith” o la increíble “Father Figure”. Si es que parece que siempre han estado ahí. O cómo olvidar el momento en el que, sintiéndose infravalorado como compositor, se negó a aparecer en los video clips de canciones tan emblemáticas como “Heal The Pain”, “Praying For Time”, “Freedom 90” o “Too Funky” (imposible ponerse a bailar esto en medio de la pista y no sentirse guapo). Habrá quien prefiera esa etapa suya más elegante y sobria en la que temas tan bellos como “Jesus To A Child” “You Have Been Love” u “Older”, todos ellos reflejos de una tristísima etapa personal, se combinaban con llenapistas tales como “Fastlove”, obra maestra que bajo sus animado ritmo funky esconde melancolía y tristeza a partes iguales. Chocante pudo ser para otros encontrarse con “Freeek!”, tal vez su hit más sucio, descarado, sexy y encantadoramente guarro, con un video clip que, quince años después, sigue pareciéndome una tralla, sin olvidar tampoco “Outside”, su cachonda respuesta al incidente en el que resultó detenido por practicar sexo oral en los retretes de un parque y que le empujó a declarar públicamente su homosexualidad.

Fue precisamente su condición sexual la que le amargó la existencia durante muchos años, sobre todo en su etapa en Wham!, viéndose obligado a alimentar una imagen de ídolo para chicas que poco tenía que ver con él. Años después, con su sexualidad bien reafirmada, la felicidad le dio la espalda cuando su novio durante dos años fallecía víctima del sida. Pocos años después era su madre la que moría relativamente joven. Un nuevo novio vino a dar estabilidad a su vida, pero todo terminó por truncarse, gota que colmó el vaso y que llevó al propio George Michael a pensar que, de algún modo, estaba maldito.
Tal vez como ocurre con muchos que parecen tenerlo todo, le faltaron las cosas más básicas para ser feliz, tal vez los grandes artistas estén condenados a pagar con su propia felicidad la felicidad que nos dan a los demás.

Y es por eso que hoy somos millones los que lloramos a George Michael. No faltarán los agoreros que nos acusen de superficiales por atrevernos a llorar la muerte de gente que estaba forrada y que vivía rodeada de lujos cuando son otros muchos los que tanto sufren hoy en día. ¿Hace falta decir que lo uno no quita lo otro? Además, hay algo que leí no hace mucho y con lo que estoy totalmente de acuerdo. Y es que pensando en el duelo por artistas con los que nunca hemos tenido una relación personal, lo cierto es que no les lloramos porque les conociésemos, les lloramos porque son ellos los que nos ayudaron a conocernos a nosotros mismos.


George Michael, descansa en paz.



sábado, 29 de octubre de 2016

EL RESERVADO DE MR. M (2): Lucas Barrera



Hola, mistercitos!

Volvemos a abrir nuestro reservado, EL RESERVADO DE MR. M, ese rincón en el que recibir a autores y artistas que tienen mucho que decir.
Halloween está ya a la vuelta de la esquina, por lo que creo que la ocasión es propicia para hablar con un autor que se mueve en el género de terror como pez en el agua. Estoy hablando de Lucas Barrera. Desde su debut con el fantástico thriller LA SUERTE DE LAS MARIONETAS ha ido evolucionando hasta atraparnos en las garras del horror más descarnado; de ello son muestra títulos como DE LA PIEL DEL DIABLO y IN ARTICULO MORTIS: EL ÚLTIMO ALIENTO.
Podría deciros muchas cosas sobre estos dos libros, pero me limitaré a afirmar que ambos me encantaron cuando los leí. Todo lo demás, dejo que sea el propio Lucas el que os lo cuente.
Pero no os llevéis a engaños, pues si bien sus novelas son tétricas y góticas, el autor es más bien un tipo natural como el yogurt y muy divertido. ¿Y por qué sigo hablando? Mejor no decir nada más y dejar que seáis vosotros quienes le descubráis.
Así pues, sin más dilaciones ni dilataciones os presento la conversación en la que Lucas Barrera y un servidor se unieron para hablar de terror, placer, masoquismo y lo que se tercie. ¿Quién da más? Puede que cualquiera, pero nunca tan bien como nosotros.

Poneos los cascos y disfrutad...



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NOVELAS DE LUCAS BARRERA:

La Suerte de las Marionetas
De la Piel del Diablo
In Articulo Mortis: El Último Aliento

jueves, 20 de octubre de 2016

ELLA Y ÉL

Ella. Ella estaba esperándole. Sabía que él pasaría por allí; lo haría como cada noche. Como cada noche él saldría de trabajar, se montaría en su coche y conduciría en dirección a su casa. Y, como cada noche, pasaría por allí. Así que ella estaba esperándole.
Ella. Era ella la que iba a joderle la vida, como él le había jodido la suya. Un año juntos había desembocado en una sucesión de desplantes, engaños y desengaños. Ella que se creía la única en la vida de él había descubierto la verdad y la verdad no le gustaba.
Ella. Lo había descubierto de la forma más tonta. Un simple pitido en el teléfono móvil de él, un tonto acceso de curiosidad de ella y todo cambió. El teléfono había sonado, nada estridente. Una simple y breve señal de aviso. Él dormía junto a ella, no se despertó. Ella no podía dormir y, aburrida, sintió la inusual necesidad de comprobar el teléfono.
Ella siempre había sido feliz. Después de tantas relaciones fallidas, de tantas mentiras, de tantas utilizaciones, por fin había dado con él, el hombre perfecto. Atractivo, encantador, detallista, cuidadoso. Durante doce meses la había colmado de atenciones y, en los últimos tiempos, la promesa de llevar la relación al siguiente nivel había salido a la luz. Pronto estarían viviendo juntos, compartiendo la existencia y las experiencias. Pronto sus encuentros dejarían de ser ocasionales. Pronto sus vidas estarían unidas para siempre y ella era feliz porque aquello era lo que quería. Ella quería más.
Ella consultó el reloj en su muñeca. Según sus cálculos, él no tardaría más de cinco minutos en aparecer. Se puso en pie, se alisó su corto vestido blanco y, con los pies descalzos, avanzó un par de metros. Allí se quedó. Quieta. Sola. Con los brazos rodeando su cuerpo. Quieta. Sola.
Ella recordaba la fatídica noche en la que tuvo la ocurrencia de consultar el teléfono de él. Había sido entonces cuando lo supo. Supo que todo era mentira, que las atenciones y los cuidados eran de plástico barato, que la existencia no sería ya la misma, que las experiencias, simplemente, ya no serían y que la promesa de una vida juntos se desdibujaba como el humo de un cigarrillo a punto de consumirse por completo. Sólo era un mensaje, unas pocas palabras en la pantalla del teléfono, pero era curioso como aquellas pocas palabras podían cambiarlo todo.

“Cariño. No tardes mucho. Los niños esperan a que les des el beso de buenas noches.”

                Ella lo entendió al momento. Por mucho que los besos fuesen los más dulces, por mucho que los abrazos fuesen los más fuertes, por mucho que sus piernas se abriesen más que las de otras, aquello era algo contra lo que ella no podía luchar. Y sí, lo entendió al momento. Todo se había acabado para ella. O eso fue lo que pensó en un primer momento porque, como un lobo fugitivo en la noche, otra idea vino a ocupar su cabeza. Todo podía acabar para él también.
                Ella estaba allí, esperándole en medio de la noche. Ella iba a hacerlo porque si ella había sido capaz de ponerse de rodillas, de ofrecerle su dolor a cambio de placer, si ella había demostrado no tener dignidad, ahora también podía ser capaz de hacer cualquier cosa. Y lo iba a hacer. La brisa de la noche la acariciaba, le infundía el valor que por momentos le fallaba. Ella irguió su cuerpo y esperó.
                Él. Él apagó la luz de la oficina y tomó el ascensor. Cruzó el garaje en dirección a su coche y se introdujo en el interior. Puso el motor en marcha y condujo a través de la noche. Tenía prisa. Quería llegar pronto a casa. Desde que todo había terminado con ella se sentía más unido a su familia. Ella le había abandonado o eso parecía. Algo había ocurrido, no sabía el qué, que a ella la había empujado a desaparecer. De un día para otro no supo más de ella. No respondía a sus llamadas, ni a sus mensajes, si acaso estaba en casa, ninguna de las veces que él se dedicó a aporrear su puerta ella le había abierto.
Y entonces, como recién despertado de un sueño, él lo tuvo claro. Había sido un estúpido. Había engañado a su familia, se había engañado a sí mismo. ¿Y todo ello por qué? Por una mujer que, lo más que le había ofrecido, era la posibilidad de hacérselo por atrás. No es que ello fuese una tontería, pero ¿hasta qué punto pesaba eso más que una estable vida familiar? Ahora lo sabía, no merecía la pena.
Él giró el volante hacia la izquierda e hizo que el automóvil tomase la carretera principal, una línea recta que habría de llevarle hasta las afueras de la ciudad. Una nube enmascaró el rostro de la luna, oscureciendo la noche.
Ella oyó el sonido lejano de un motor. Dejó caer los brazos y se mantuvo a alerta.
Él continuó avanzando en línea recta.
Ella vio unos faros lejanos. Consultó la hora en el reloj.
Él continuó avanzando en línea recta.
Ella vio el coche acercarse. Sabía que era él. Le conocía tan bien que podía incluso reconocer su forma de conducir.
Él continuó avanzando en línea recta. Y entonces la vio. No la reconoció. Lo único que sus ojos registraban era un bulto blanco inmóvil en medio de la carretera.
Ella corrió en dirección al coche.
Él no entendió lo que ocurría.
Ella siguió corriendo hasta estar lo suficientemente cerca.
Él sintió su corazón golpeando su pecho.
Ella cerró los ojos.
Él trató de esquivarla.
Ella golpeó con su rostro contra el cristal delantero del coche, agrietándolo del mismo modo que él había agrietado su corazón.
Él perdió el control del vehículo.
Ella era amor, era odio, era sangre.

Él. Ella. Nada…

lunes, 17 de octubre de 2016

¡¡¡QUE YA SOMOS MIL!!! MIL MISTERCITOS EN TWITTER (y lo bien que yo me lo paso)

Pues sí, mistercitos. Es tal y como suena. Hemos superado los mil seguidores en Twitter. Soy consciente que son muchos los que me superan en cifras, pero a mí me da igual. Ellos llevan más tiempo que yo en la mencionada red. Y aunque lleven menos, a mí me da igual.
Cuando comencé esta aventura, la de este blog, porque aquí fue donde empezó todo, mi única aspiración era poder despotricar sobre aquellas cosas del mundo que no me gustan y si unos pocos me leían yo ya me daba por satisfecho.
Pero este blog está vivo y él solito fue mutando hasta convertirse en lo que hoy es, un blog literario. Y la cosa empezó a crecer, aparecisteis muchos de vosotros, me aficioné a escribir relatos, luego el cuerpo me pedía más y di el salto a la novela larga. Así, sin red ni nada. Tuve suerte y no me estrellé.
Dos novelas publicadas después y con la tercera en proceso de creación, puedo decir que estoy muy satisfecho. Sabéis de mis circunstancias personales y eso hace que mis pasos hacia adelante a veces sean más rápidos, otras más lentos. Pero sigo en el camino y avanzando.
Y lo de este fin de semana es una prueba de ello. Me uní a Twitter por probar, por ver lo que pasaba y ya somos más de mil. ¿Y ahora qué? Pues a seguir mirando hacia adelante. Mi tercera novela sigue gestándose, pero empieza a vislumbrarse lo que será en un futuro no muy lejano y lo que se ve pinta muy bien. Creo poder afirmar ya, sin miedo a equivocarme, que será la zorra de todas las novelas. ¿Exagero? El tiempo lo dirá, pero estoy seguro de que no dejará a nadie indiferente. Pero dejémoslo aquí por ahora. Todavía no es momento de hablar sobre ese libro.
Lo único que quería era informaros del pequeño éxito de este fin de semana y, como no, agradecéroslo a vosotros, los que me visitáis aquí en el blog, porque vosotros fuisteis los primeros, fuisteis los que me empujaron a crecer y sin vosotros, creo que nada de todo esto hubiese ocurrido.
Así pues, muchas gracias, mis mistercitos.

Se os quiere.

Os dejo a continuación lo que fue mi particular celebración. Y es que así soy yo, cualquier excusa me viene genial para pasármelo bien.

jueves, 8 de septiembre de 2016

TOMMY O EL PLACER DE LA DISTORSIÓN

Tommy cruzó el umbral de la puerta.  El portal de su edificio quedaba atrás con cada paso que daba, avanzando alegremente por la calle. Casi de inmediato, se dejó imbuir por el fresco airecillo que acariciaba sus mejillas. Poco tardó en tomar la calle que habría de conducirle al centro de la ciudad.
Fue al pasar junto a un escaparate que se detuvo un instante. Aquel gran ventanal se presentaba repleto de latas de sopa con algún tipo de oferta. Sin embargo, no era esto lo que interesaba a Tommy. Era otra cosa la que captaba el interés del chaval. 
Se trataba, por supuesto, de aquel rostro que le observaba desde el cristal, aquel cuerpo que se mostraba plantado frente al suyo. Tommy estudiaba con sumo cuidado su propio reflejo y sonreía asistido por la satisfacción de disfrutar de lo que estaba viendo. Poco le importaban las quejas de su madre, recriminándole el salir de casa hecho un mamarracho. Ella, como casi todos los adultos, caminaba de espaldas sin apartar la vista del pasado y sin darse cuenta de que el mundo evolucionaba cada vez a mayor velocidad. La vida para ella se había estancado en algún punto que nunca más abandonaría, pero para él era la impresionante visión de un horizonte en el que cualquier posibilidad era tangible.
Tommy paseó la mirada por su imagen en el cristal, ascendiendo desde las zapatillas deportivas de color negro y pasando por sus roídos pantalones caídos y ajustados a sus piernas, por la camiseta rosa bajo su casaca de corte militar, por las gafas oscuras que cubrían sus ojos y por su corte de pelo, exageradamente corto en los laterales si se comparaba con el largo de la parte superior. En su modesta opinión, estaba simplemente perfecto. Tal como él quería verse. Nada más que añadir.
El chaval siguió avanzando por la calle, con la firmeza que da el sentirse seguro de uno mismo. En su caminar se cruzó con un par de jovencitas de su misma edad que, con una sonrisa pícara, le observaban mientras murmuraban entre ellas. Tommy no necesitaba escuchar sus palabras, sabía de lo que hablaban y no pudo por menos que erguirse aún más. Conocía perfectamente el efecto que causaba en el sexo contrario.
Se detuvo al llegar al semáforo, aguardando a que el hombrecito de verde tuviese a bien dar su consentimiento para cruzar al otro lado. Mientras lo hacía, pudo sentir las miradas de los que le rodeaban clavándosele en el cogote. Sabía que no todas eran aprobatorias, pero no le importaba. De hecho, lo prefería así. Le gustaba aquella sensación de resultar molesto a la vista de algunos.
Cuando por fin el hombrecito rojo se cansó de hacer esperar, Tommy, junto con el resto de transeúntes, cruzó la calle. Consultó entonces el reloj en su muñeca; no disponía de mucho tiempo para cruzar media ciudad antes de llegar a la única tienda de discos que aún sobrevivía en la era de la descarga digital. Sopesó la posibilidad de coger el autobús. Decidió no hacerlo al comprobar en el luminoso de la marquesina de la parada que todavía faltaban quince minutos para  que el vehículo pasase por allí. ¿Tal vez un taxi? Imposible. La cantidad de dinero en su cartera superaba en poco al importe del disco que se quería comprar. Debería darse prisa y apurar el paso.
Entonces se dio cuenta de que era posible que tal vez hubiese engordado algo en los últimos meses. No mucho, nada que los demás pudiesen notar, pero suficiente para hacerle un poco más costosa su carrera.
Y entonces, en el último momento, la idea acudió a su cabeza, tímida primero, creciente después. El callejón estaba a dos pasos y cruzándolo podría ganar algo de tiempo, el suficiente para llegar a la tienda antes de que sus puertas se cerrasen. Podría hacerlo, pero la mala fama de la zona que se abría tras aquel estrecho paso entre edificios envejecidos hacía necesario tomarse un tiempo para sopesar la opción. De todos era sabido que por allí sólo se aventuraban a pasar aquellos que buscaban problemas. Sin embargo, el disco había salido al mercado hacía una semana, una espera que a Tommy se le había hecho interminable y no estaba dispuesto a posponer el momento durante más tiempo. Tenía que tener el disco y tenía que ser ya.
Era para pensárselo, sí, pero ello implicaba seguir perdiendo el tiempo, así que Tommy puso su mente en blanco, o más bien en plateado, el mismo de los cds, y cambió el rumbo en su camino, penetrando en aquel mundo oscuro a dos pasos de distancia de las luces de la ciudad. 
A medida que avanzaba, la cautela inicial fue desapareciendo para abrirle las puertas a la curiosidad y la admiración. Era cierto, aquel era un mundo oscuro, siniestro y sórdido y, sin embargo, a él se le antojaba rodeado de una aureola fascinante. Los macarras, las putas, los chulos, los mendigos…Todos parecían sacados de uno de esos fantásticos videoclips en los que ser un canalla es lo que más mola en el mundo.
El adolescente miraba a su alrededor con fascinación y con los temores iniciales olvidados por completo. Fue por eso que cuando el grupo reunido ante la puerta de un edificio se dirigió a él ni siquiera les escuchó.
–¿Estás sordo, friki? –le instó uno de ellos–. ¿A dónde vas con esas pintas?
Tommy se sobresaltó al darse cuenta de que quien le hablaba no era poseedor de un aspecto precisamente conciliador.
–¿Me hablas a mí? –preguntó el chaval.
–¿A quién si no? ¿Ves a algún otro espantapájaros por aquí?
Tommy miró a su alrededor sin acabar de comprender. ¿Estaban metiéndose con su forma de vestir? A juzgar por las trazas del grupo, no eran ellos los más indicados para pronunciarse sobre los estilismos de nadie.
            –¿Nos vas a decir a dónde vas o no? –insistió otro de ellos.
            –Voy a comprarme un disco. No tengo tiempo para hablar, la tienda está a punto de cerrar.
            Tommy hizo amago de continuar su camino, pero dos de los del grupo le cerraron el paso.
            –¿Un disco?
            –Sí, un disco.
            –Ya nadie compra discos.
            –Yo sí.
            –Tengo una idea –dijo un tercero uniéndoseles–. Danos a nosotros el dinero del disco y descárgatelo por internet. No te costará nada.
            –Yo no me descargo discos en la red –respondió Tommy orgulloso.
            –Hasta en eso eres un bicho raro.
            –No soy un bicho raro. Simplemente me gusta tener mi música con sus correspondientes estuches y poder hojear los libretos mientras la escucho.
            –¿De qué planeta sales tú? –dijo el cuarto.
            –¿Tú te has visto? ¿Tienes espejo en tu casa? Eres ridículo que he visto nunca –añadió otro.
            –Que vosotros no estéis acostumbrados a las últimas tendencias en moda no significa que yo sea ridículo –dijo Tommy sacando valor de donde casi no quedaba.
            –¿Llamas moda a eso? Tal vez en otro, pero tú.
            –¿Qué pasa? Me queda bien.
            El grupo de cuatro estalló en carcajadas.
            –No tengo tiempo, chicos, y no quiero problemas –dijo Tommy tratando de avanzar.
            –Todavía no puedes irte –dijo otro volviendo a cerrarle el paso–. Tienes que pagarnos una compensación por hacernos sufrir con tus pintas.
            –Pero, ¿qué les pasa a mis pintas?
            –No puedes estar hablando en serio.
            –Mirad, chicos. Ya os lo he dicho. No tengo tiempo para charlar con vosotros. La tienda va a cerrar.
            –Pero no vas a comprarte ningún disco. Ese dinero ya es nuestro, nos lo debes.
            Para ese momento, Tommy sentía en la sien la presión del temor. Con creciente desesperación miró a su alrededor, consciente de estar en problemas y comprobando que escasos transeúntes pasaban por allí y los pocos que lo hacían observaban la escena sin detenerse, sin plantearse siquiera la posibilidad de echarle un cable al chaval.
            –Bueno, ¿vas a pagarnos o tendremos que cobrarte nosotros?
            A Tommy le había llevado semanas poder reunir aquel dinero, semanas que se le habían hecho interminables, esperando al momento de poder acariciar el disco en sus manos y ahora que el momento estaba tan cerca, no estaba dispuesto a claudicar con tanta facilidad. En un acto de insospechado arrojo, el adolescente se abrió paso a través del grupo e inició la carrera. Los demás no tardaron en seguirle, una vez se hubieron recuperado de la sorpresa inicial.
            Tommy no lo entendía. No eran muchos los kilos de más en su cuerpo, pero el aire se le escapaba como si cargase con una pesada losa. Tommy trataba de alejarse, pero sus cuatro perseguidores le pisaban ya los talones. En su carrera, el joven miraba a su alrededor buscando algún portal abierto, alguna tienda, algún sitio en el que cobijarse y sentirse a salvo de aquellos energúmenos. Y lo encontró, unos pocos metros más adelante se levantaba un edificio con un pequeño café en uno de sus bajos. Tommy aceleró, aún a riesgo de sufrir un infarto. De poco sirvió. Una mano sucia y fuerte se aferraba ya a la parte trasera del cuello de su chaqueta. El golpe que vino a continuación casi no le dolió. El miedo borraba cualquier signo de sensibilidad.
            –¿Creías que ibas a llegar lejos, gordo de mierda? –dijo otro de los asaltantes pateándole en el suelo.
            Allí tendido, Tommy trataba de entender mientras las patadas y los golpes caían sobre él. ¿Por qué le atacaban? ¿Por qué querían su dinero si era más bien poco? ¿Por qué se metían con su aspecto? ¿Por qué le llamaban gordo? El malogrado joven era incapaz de comprender nada. Tan sólo de una cosa estaba seguro; aquel sabor en su boca, aquella humedad en el rostro, aquellas gotas en sus pestañas nublándole la vista, todo ello tenía el mismo nombre: sangre.
            Si al día siguiente Tommy hubiese leído la noticia sobre sí mismo en el periódico tampoco habría entendido mucho más. Un adolescente había sido asesinado a golpes en la zona más conflictiva de la ciudad. Los asaltantes le había robado después la pequeña cantidad de dinero que llevaba consigo. Según las declaraciones de algunos conocidos, el chico, de nombre Tommy, era conocido en su barrio por su particular forma de vestir, carente de gusto alguno, y por su serio problema de sobrepeso.
              Aquello era todo. El periódico, al igual que el resto de la gente, se quedaba en la superficie, con lo evidente. Un gordito friki muerto por pasear por donde no debía. Suya era la culpa por meterse en un callejón peligroso, que los malhechores asumidos están ya y nada más se puede esperar de ellos. Suya la culpa por ser un raro, que los mandatos de la moda son los que son y para algo están. Y suya la culpa, por estar gordo, que desde todas partes nos mandan mensajes para cultivar el cuerpo, tantos que ya hay que ser necio para ignorarlos. Triste noticia con la que desayunar unas tostadas frías y un café apurado para luego afrontar una nueva jornada, monótona, gris y aburrida. Así sería hasta el fin de los días en sus largas vidas.
            La de Tommy, en cambio, fue corta. Corta y distorsionada. Su evidente falta de gusto él la interpretaba como un signo de individualidad, su obesidad no pasaba de ser para él de un par de kilos, nada más, las risas a su alrededor las recibía como síntomas de cómplice admiración. El contacto con la realidad que Tommy tenía era del todo cuestionable. Todos lo sabían. Lo que no sabían era que aquella alterada relación con la objetividad era la que siempre había puesto el punto de felicidad en su corta existencia. Tommy había sido, a su manera, un chico feliz. Gordo, raro e inconsciente. ¿Se puede ser feliz así? Tommy habría encontrado muchos argumentos para responder afirmativamente.

martes, 16 de agosto de 2016

EL RESERVADO DE MR. M (1): Aída del Pozo


Hola, mistercitos!
Hoy estoy feliz. Comenzamos sección en el blog. En mi cabeza existe un club, un lugar de reunión en el que la música y las ganas de conversar se mezclan hasta límites insospechados y en ese club hay un rincón en el que recibiré a todos esos autores y artistas que tengan esas mismas ganas de charlar. El nombre de ese rincón es EL RESERVADO DE MR. M y ahí nos encontraremos una vez al mes para conocer a alguien a quien merece la pena conocer.
Y para estrenar ese reservado tenemos, como primera visita, a Aída del Pozo. En la anterior entrada os hablaba de su novela "El Día que Perdí mi Sombra". Ahora es el turno de la propia Aída para presentárosla. Si nos acompañáis durante este rato, descubriréis a una mujer interesante, idealista y muy divertida. Así pues, quedaos. Creo que os va a gustar.
Os tengo que pedir disculpas por la calidad del sonido en algunas partes. Las tecnologías están ahí para ayudarnos, pero también, a veces, para complicarnos la existencia. Y cuando de telefonía móvil hablamos, la cobertura puede ser una de tus mayores desgracias. Originalmente el sonido en esas partes era peor, pero gracias a la odisea vivida por Aída y por mí (algún día os la narraré) el resultado final es bastante aceptable sonoramente. De todos modos, os recomiendo escuchar la entrevista con auriculares, la disfrutaréis mejor.
No os entretengo más, sentaos, poneos los cascos y disfrutad.




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jueves, 28 de julio de 2016

RESEÑA: EL DÍA QUE PERDÍ MI SOMBRA de AÍDA DEL POZO

                Hola, mistercitos! Vengo a proponeros algo. Pensad en vosotros mismos, en vuestros sueños, vuestras aspiraciones, vuestras metas… ¿Qué es eso tras lo cual andáis? Tal vez sea el reconocimiento laboral o un ascenso, ganar más dinero, tener una relación estable por fin o romper la relación que ya tenéis y pasaros el tiempo que os queda en este mundo follando como conejos con unos y otras. Sea lo que sea, al final la conclusión sólo es una. Todos buscamos una única cosa. La felicidad.
                El camino para alcanzarla es lo que varía según de quien se trate, pero la meta, como he dicho, es la misma para todos. Esta es una consigna de la que no se libra nadie, ni los buenos ciudadanos de a pie ni los seres más siniestros del callejón. Todos tenemos nuestro corazoncito al fin y al cabo. Y es de esto de lo que vengo a hablaros. O, para ser sinceros, mejor decir que de lo que voy a hablar es de la novela EL DÍA QUE PERDÍ MI SOMBRA de la autora Aída del Pozo.
                Para comenzar diré que ya me había leído su debut literario, EL SILBIDO DE LA SERPIENTE. Desde ese momento me declaré fan incondicional de la escritora y esperaba impaciente su siguiente lanzamiento. Por fin me lo he leído y, de nuevo, la del Pozo vuelve a sorprenderme. Si su primera novela era un recorrido por una mente perversa y enferma, aquí nos topamos con otro retrato de mentes oscuras, pero llevándonos a un plano de intimidad, a mi gusto, mucho mayor.
                La novela nos narra la perturbadora historia de Noelia, una mujer que ya no es ella misma, anulada tras varios años inmersa en una dañina relación que la apartó de su vida de recién casada para introducirla en una espiral de prostitución, drogas y delincuencia. Dejar atrás esta vida y comenzar una nueva es la única forma de que Noelia pueda recuperar la esencia de la mujer que una vez fue, la sombra a la que hace referencia el título.
                Por supuesto, esto no podrá hacerlo sola y ahí es donde entra su mejor amiga de la juventud, Pilar. Con su ayuda, Noelia comienza una huída in extremis tratando de librarse de toda la oscuridad que domina su mundo. Tratando de dar esquinazo a Curtis, el hombre que robó su autoestima y que lidera una red de prostitución y drogas en Madrid, la protagonista termina escondida en un recóndito pueblecito. Allí espera al momento en el que Santiago, policía y marido de Pilar, organice todos los detalles necesarios que le proporcionen a la joven una nueva identidad y un restablecido control sobre su vida.
                Por supuesto, Curtis no se quedará de brazos cruzados. Ciego por la rabia de haber perdido a quien considera de su propiedad, pone a todos sus hombres a trabajar para encontrar a su mujer, que parece haber desaparecido de la faz de la tierra.
                En medio de todo el entramado, conocemos a una serie de personajes, casi todos ellos hundidos o atrapados en este mundo proscrito. Es ahí donde nos damos cuenta de que hasta el ser más vil tiene también sentimientos. Y es que si obviamos sus habituales prácticas obtenemos a personas que no se diferencian tanto de ti o de ti o incluso de mí.
                Todos ellos buscan incansables a Noelia y cuando toda esperanza de encontrarla parece ya perdida, una inesperada pista llevará a la banda hasta Miraflores, un turístico pueblo de la sierra madrileña. Los misterios empiezan a desvanecerse y el cerco en torno a la joven se estrecha. Todo parece encarrilarse en un único sentido. Poner a Curtis y a Noelia frente a frente.
                ¿Conseguirá la joven recuperar su sombra? Eso es algo que, por supuesto, no voy a deciros. Lo que sí haré será aseguraros que la lectura de EL DÍA QUE PERDÍ MI SOMBRA supone un placentero paseo por las vidas de los protagonistas, unas vidas consumidas por la oscuridad, la lujuria, el miedo, la ambición, el servilismo y muchos otros bajos instintos del ser humano. Y es que a pesar de desarrollarse en ambientes de baja calaña y escasa moral, la novela se lee con un cierto tono de ternura y empatía. Es ahí en donde radica la genialidad de esta obra.
                Bien es cierto que los sucesos que aquí se relatan son, en gran medida, duros en extremo (valga como ejemplo la gráfica paliza recibida por una prostituta) y, sin embargo, uno no deja de sentir cierta empatía hacia todos sus personajes, los más violentos y rudos incluidos. Ese es el resultado de la gran labor de Aída del Pozo en esta historia. La autora se hace con un grupo de personajes que se mueven entre el tráfico de drogas y el proxenetismo y los dota de alma, tal vez un alma extraviada, una sombra perdida, pero que, de un modo u otro, sigue estando ahí. Por mucho que ellos proclamen que carecen de ella, la tienen y, casi abriéndose en canal, nos la muestran en las páginas del libro.
                Aída del Pozo nos presenta así una historia de buenos y malos pero, saltándose los típicos clichés, los malos no son tan malos y los buenos… ellos se lo han buscado.

                Como ya he comentado, con su anterior novela tuve una sensación y, ahora, EL DÍA QUE PERDÍ MI SOMBRA me lo ha confirmado. Estamos ante una autora de personajes. Sabe trabajarlos, profundizar en sus sentimientos, en sus anhelos, en sus miedos… En definitiva, sabe hacerlos complejos y hacerlos tan reales como para que traspasen el papel o la pantalla (según el caso) y lleguen al lector hasta convencerle de que en verdad les conoce.
                Otro punto a destacar es el estilo calmo y tranquilo de la novela, algo que contrasta con las atrocidades que a veces se narran. El contrapunto resulta realmente efectivo y de este modo, sin prisa, pero sin pausa, uno llega al final casi sin darse cuenta y lamentándose de tener que despedirse de unos personajes tan maravillosos.
                Y así es EL DÍA QUE PERDÍ MI SOMBRA, una novela de contradicciones, sangre, dolor, heridas, vejaciones, sospechas, desaliento, pero también de amor, amistad pura, capacidad de perdón y búsqueda de la felicidad, en la que cada extremo tiene el peso exacto para hacer de este título una novela maravillosa.

                Como veis, la del Pozo me ha conquistado y también lo hará con vosotros. Estad atentos estos próximos días si no me creéis.

TÍTULO: El Día que Perdí mi Sombra
AUTOR: Aída del Pozo
PÁGINAS: 230
EDICIÓN KINDLE: 2.99 €
EDICIÓN PAPEL: 11.86 €

viernes, 1 de julio de 2016

RELATO: EL CONVENCIDO INNECESARIO

La noche cerrada tenía a la ciudad durmiendo, arropada bajo su manto de oscura calma. Sólo el sonido de algún motor fortuito se abría paso a través del silencio estrellado. Sólo eso, todo lo demás era plácida quietud. O puede que no. En el piso treinta y seis de aquel edificio en el centro alguien no dormía.
En la cornisa, junto a la ventana y con la espalda pegada a la fachada, Nandi permanecía de pie y estático. Ante él se abría un vacío que le llamaba con insistencia; era una sensación de peligro y a la vez de plenitud. La brisa nocturna le envolvía con una ligera fuerza a aquella altitud, llevando a su boca un extraño sabor. Nandi inclinó su cuerpo unos centímetros hacia delante. Se detuvo. El asfalto treinta y cinco pisos más abajo parecía llamarle con aire juguetón. El hombre se incorporó recuperando su postura inicial. Aquello era desesperado, pero tenía que hacerlo. Había sido el peor día de su vida y la incapacidad de dar aquel paso sería la confirmación de que absolutamente todo estaba en su contra. Resuelto, volvió a inclinarse una vez más.
–¡Espera! ¿En qué estás pensando?
En la ventana del piso de al lado una cabeza surgía con toda la alarma de la que podía hacer alarde. Suso, su vecino, extendía el brazo tratando de persuadirle.
–No lo hagas –insistió.
–¿Qué más da? Con todo lo que llevo hoy sufrido no creo que pueda hacerme mucho más daño –dijo Nandi.
–Aún así, si lo piensas, siempre hay motivos para ser fuerte.
–No creo que me quede nada por lo que ser fuerte, la verdad –dijo Nandi inclinándose un poco más.
–¡No! ¡Recapacita, coño! Después no habrá vuelta atrás.
–¿No crees que estás exagerando? Tampoco es que vaya a ser el fin del mundo.
–Hombre, el fin del mundo no aceptó Suso–. Por eso siempre hay opciones. No tienes por qué terminar así.
–Todo lo que podía terminarse lo hizo esta mañana –se lamentó Nandi.
–De acuerdo –dijo su vecino sacando una pierna por la ventana. Si tú lo haces yo también.
Y tras estas palabras el hombre se situó también en la azotea junto a Nandi.
–Tú mismo dijo Nandi encogiéndose de hombros, haz lo que quieras.
–Te lo advierto, no dudaré en saltar.
–¿Estás hablando en serio? –Nandi se alarmó por primera vez desde el comienzo de aquella situación–. ¿Estás loco o qué te ocurre? No piensas lo que dices.
–Sé perfectamente lo que estoy diciendo.
–Si así lo crees, pero para mí que no coordinas.
–No más que tú, un tío en la flor de la vida y aquí subido en esta azotea. Créeme, aunque ahora no lo veas así, la vida puede ser maravillosa.
–Sí, claro –soltó Nandi echando mano del sarcasmo. Eso vas y se lo cuentas a la zorra de mi mujer, la misma que se ha encargado de reventar esa vida tan maravillosa.
–¿Qué es lo que ha hecho? –se interesó Suso.
–¿Que qué es lo que ha hecho? Poca cosa, sólo llevaba años engañándome con el primero que se le ponía a tiro.
Bueno, hombre... Eso es algo muy común hoy en día. Encontrar a alguien a quien su pareja no le haya puesto los cuernos es más complicado que la conversación entre un ciego y un sordo. 
–Si eso fuese todo...
–¿Es qué hay más?
–La muy desgraciada me engañaba, yo lo sabía, pero, al menos, ella siempre volvía a casa por la noche. No es que fuese un gran consuelo, pero ya me había acostumbrado a aceptarlo como tal. Sin embargo, hoy ha sido distinto. Hoy me ha dejado por un comercial de Vodafone.
Ufff... Eso es duro, tío –admitió Suso. ¿Y no lo viste venir?
–Debería haber sospechado cuando la zorra cambió de compañía telefónica y cuando empezó a aparecer por casa con teléfonos, fijos y móviles, tablets y demás historias, pero no lo hice. Creí que eran estrategias de mercado de la compañía o qué se yo...
La competencia es dura, lo admito reflexionó Suso, pero no, no creo que se haya llegado al punto de que los comerciales tengan que follarse a la clientela por una tarifa plana.
No me estás ayudando en absoluto protestó Nandi.
–Bueno, tú piensa que el mundo está lleno de mujeres estupendas esperando a que las conozcas Suso trataba de dar un nuevo giro a la conversación.
–Pero yo no quiero conocer a otra. ¡La quiero a ella!
–De acuerdo, tranquilízate. Tal vez tengas razón. Puede que necesites tiempo. ¿Por qué no vuelves dentro y piensas sobre ello?
–No puedo pensar. Estaba a un paso de aclararme las ideas cuando viniste a interrumpirme.  
–Y no sabes lo mucho que me alegro de haberlo hecho. Si hubieses dado ese paso ya no habría ideas que aclarar.
–¿Tú qué eres? preguntó Nandi, ya sin ocultar su impaciencia. ¿Un tremendista o un ex fumador? Es que no veas lo pesado que te estás poniendo.
–¿Ex fumador? –se extrañó Suso.
–Mira, no tengo toda la noche. Tú haz lo que quieras… –sentenció Nandi que, con decisión, inclinaba ya su cuerpo hacia adelante.
–¡No lo hagas! –gritó Suso tratando, desesperado, de sujetarle.
–¡Que me dejes! –Nandi soltó un golpe de brazo en un intento de librarse de la oposición de su vecino. Sin embargo la vida es perra y, cuando el desmoralizado hombre creía que las cosas no podían ir a peor, se topó con la demostración de su error. El intento por librarse de Suso fue más desafortunado de lo esperado y la mala pata hizo que su vecino diese un fatal traspié. Que Suso se precipitase al vacío fue cuestión de una milésima de segundo.
–Oh, mierda –se lamentó Nandi olvidándose por un momento de sus problemas, viendo como la figura de su vecino se hacía cada vez más pequeña al tiempo que la velocidad de su caída aumentaba y su desgarrador grito se alzaba por encima incluso de los motores fortuitos que agrietaba el silencio nocturno.

CINCO MINUTOS ANTES:
A treinta y seis pisos de altura Nandi, asomado a la ventana de su piso, contemplaba el horizonte de la ciudad con las siluetas de los edificios, tintadas con el color de la noche, recortándose en todas partes. Meditaba Nandi sobre su vida y la conclusión no podía ser más nefasta. Tenía treinta y nueve años, su situación laboral no era lo que podía llamarse perfecta ni registraba ningún logro memorable, vivía en un piso de alquiler y su mujer acababa de abandonarle por otro. ¿Qué más podía esperar?
El sabor del Martini que se acababa de tomar aún conservaba algunos reflejos en su paladar y parecía pedir el aroma de un cigarrillo con el que combinarse. Nandi echó mano a su bolsillo y extrajo la cajetilla de tabaco. Jugueteó con ella en sus manos antes de abrirla. Fue entonces cuando una inoportuna torpeza de sus dedos hizo que la pequeña cajita de cartón se resbalase de entre sus manos. Nandi volvió a lamentar su suerte. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que la tragedia no era tanta. Aquel problema si tenía solución. La cajetilla no se había precipitado al vacío sino que había ido a parar a la cornisa. Sólo tendría que salir a recogerla. Nada tenía que salir mal esta vez...

jueves, 14 de enero de 2016

UN HOMBRE DE LAS ESTRELLAS

Este lunes nos despertábamos con una desagradable noticia, la muerte de David Bowie. A día de hoy no creo que quede nadie en el planeta que no se haya enterado y pocos hay que no le hayan mencionado o citado, amén de los homenajes en redes sociales, sinceros algunos y, como siempre, auspiciados por el postureo otros muchos. Allá cada cual con sus circunstancias. Espero que a muchos de esos que ahora se declaran fans incondicionales del artista nadie les pregunte por tres títulos de temas del Duque Blanco, no vaya a ser que a la mente sólo les vengan canciones de electro latino.
Los que me seguís desde hace algún tiempo ya sois conocedores de que no sólo la literatura es una de mis pasiones. La música es otra de ellas (tengo algunas más y no podría quedarme con una sola) y por eso, como amante de la música, hoy escribo con tristeza. Estoy seguro de que Simona ahora mismo está llorando sin consuelo. Los que halláis leído Sábado Noche en la Galaxia sabréis a qué me estoy refiriendo.

David Bowie ha muerto y, en parte, no he podido evitar enfadarme con él.  Me explico. Bien sabéis que procedo de esa época loca y colorista que eran los ochenta. Ahí crecí y me formé tal y como soy hoy. Eran muchos mis héroes musicales, todos ellos rebeldes, provocativos, diferentes y, eso creía yo, inmortales. Parecían eternos, como si siempre fuesen a estar ahí. Y ahora me encuentro en la situación de tener que asumir que, uno tras otro, están desapareciendo llevándose consigo un pedacito de mi propia vida. Y la cosa irá a más, está claro.
Como he leído en alguna parte, parece que empieza a haber mejores músicos en el Cielo que en la Tierra. No me gustaría sonar como un carca o como alguien víctima de una madurez que todavía no tengo, pero creo que estoy de acuerdo con la frase, al menos en parte. Y es que estamos hablando de una generación de artistas que hacían aquello que les salía del alma, que encontraban en la música la forma de sacar sus fantasmas interiores, sus ideas, sus pensamientos. Cierto que eso ocurre también hoy en día, hay grandísimos intérpretes, pero sólo accesibles para un público minoritario. Ahora las masas se pierden por cantantes de fama con fecha de caducidad, sacados a la palestra para satisfacer diversos intereses de mercado, dejando el arte olvidado en la mayoría de los casos. ¿Hablaremos dentro de cincuenta años de Katy Perry? Creo que la respuesta es una apuesta segura.
Supongo que los músicos en el planeta podrán contarse por millones. De ellos, unos cuantos podrán presumir de talento y especial facilidad para transmitirnos emociones a través de sus canciones, pero sólo unos pocos son los elegidos, capaces de convertir la música en algo más, algo que trascienda al tiempo y las generaciones. David Bowie era uno de esos. La música de las últimas décadas no puede entenderse sin su presencia.
Son muchas las cosas dichas sobre Bowie. Su capacidad de reinvención, sus diferentes personajes, su osadía musical, su mirada bicolor, su forma de mezclar música y arte, sus películas, su liderazgo en el glam de los setenta… Es tanto lo que este hombre nos deja.
En mi caso recuerdo haber conocido de crío a Bowie con su tema “Let’s Dance”. Tal vez hubiese escuchado algo suyo antes, pero fue esta canción la que me llamó la atención. Lo hizo por su elegante ritmo, no por la letra, pues en aquella época mi conocimiento del inglés era nulo. Recuerdo también quedarme tonto mirando en la tele las imágenes del video clip, con aquel par de adolescentes aborígenes luchando contra símbolos del la cultura imperialista de Occidente. Eso lo sé ahora, entonces para mí sólo se trataba de una pareja que no sé qué lío se traía con unos zapatos rojos mientas David Bowie tocaba con su banda en un bar australiano. Yo no pillaba el mensaje contra la opresión aunque, sin saberlo, podía experimentarlo cada vez que bailaba la canción en mi cuarto.
Años después, siendo ya adolescente, solía ser costumbre ahorrar las pagas semanales para gastármelas luego en discos y libros. Y una de mis adquisiciones por aquel entonces fue un recopilatorio del Duque Blanco. Así descubrí temas emblemáticos como “Space Oddity”, “Changes”, “Rebel Rebel” o “Heroes”. Pero la música no fue el único descubrimiento.
Como inadaptado que era, siempre sintiéndome como un extraterrestre, primero en el colegio y luego en el instituto, descubrí que ser un raro no estaba tan mal. De hecho, molaba bastante. No fue Bowie el único que me lo enseñó, pero sí uno de los primeros.
A otros niveles, en el que aquí nos ocupa, el de la creación o arte o literatura, encontré algo más que me ha calado muy hondo y es la capacidad del artista para crear un personaje a partir de sí mismo y de utilizar diferentes formas artísticas para entretener. Si se puede aplicar a la música, ¿por qué no a la literatura? Lo sé, mi ego no conoce límites. ¿Ahora pretendo ser el Bowie de la escritura? Tal vez no me estéis comprendiendo… tal vez sí.
Lo que sí entenderéis sin duda es lo que ahora voy a contar, mi última experiencia con Bowie. Ha sido hoy mismo. Esta tarde estaba en una tienda de ropa, rebuscando entre cazadoras, camisetas y pantalones cuando uno de sus temas más famosos comenzó a sonar. Así, por lo bajo, me puse a canturrear la canción mientras me paseaba entre estantes y percheros, cuando pasé junto a una chavalilla que curioseaba entre una pila de vestidos. Si nos hubieseis visto juntos, enseguida habríais adivinado lo que teníamos en común. Nada. Ni edad, ni estilo, ni indumentaria… Nada había entre nosotros que sirviese para hermanarnos. Nada excepto una única cosa. Ella también canturreaba la canción. Al pasar el uno al lado del otro y oírnos ambos cantar no pudimos evitar mirarnos. Y entonces esa completa extraña y yo, conectados, nos dedicamos sendas sonrisas cómplices. Fueron sólo un par de segundos, pero suficientes para, gracias a “Starman”, reafirmarme en mi idea de que esa magia, la de la música y el arte en general, existe.

Gracias, Bowie. Hoy, más que nunca, hay un hombre de las estrellas esperando en el cielo…



viernes, 1 de enero de 2016

QUÉ NOCHEVIEJA LA DE AQUEL AÑO (EL 2015 PARA SER EXACTOS)

                 Pues ya está, ya ha pasado. Se acabó la Nochevieja y ya estamos saboreando las primeras horas de este 2016. ¿Y qué es lo que nos han traído esos primeros instantes? Pues de momento aceras llenas de cacas de perro y vomitados de borrachos. Pero no importa, la noche ha sido la caña, ¿verdad? Comilonas, música, fiesta y alcohol, sobre todo eso, cantidades ingentes de alcohol. ¿Habéis tenido de eso? Yo sí, por supuesto, pero no en el modo que imagináis. Es cierto, he estado en una fiesta de Nochevieja; lo malo es que yo era el camarero. Sí, algunos lo sabéis, otros no. Trabajo como camarero, ¿de dónde si no habría sacado un material tan suculento para escribir PLATO FRÍO?
                La cuestión es que la Nochevieja no es algo que yo vea como una de esas fechas que rodeas con un corazón en el calendario, pero puestos a elegir, creo que es mejor ser uno de los borrachos que uno de los que tiene que soportar a los borrachos. Pero esto es lo que hay, mistercitos. Un chico tiene que hacer algo para comer y esto es lo que me ha tocado… de momento.
                La noche comenzó más o menos bien, con los asistentes a la fiesta accediendo embutidos en sus mejores galas, lo cual, en muchos de los casos no quiere decir que fuesen estupendos, es que no tenían nada mejor que ponerse. Y ahí estábamos, mis compañeros y yo, con nuestro eterno atavío en blanco y negro, acompañándoles a sus mesas, aunque por mí, encantado les hubiese llevado directamente a la puerta de salida.
                La hora prevista para el comienzo de la cena eran las nueve y media, pero claro, esto es España, mistercitos, y está visto que esos enormes relojes de pulsera tan de moda se llevan para presumir y punto. Lo de consultarlos, mejor otro día. En resumen, que a la hora de empezar todavía había mesas reservadas esperando a sus integrantes. ¿Y los integrantes? Pues aunque suene intrigante ¡vaya usted a saber!
                Se me viene a la cabeza ahora, no sé por qué, una canción de Kylie Minogue, On A Night Like This (En Una Noche Como Esta). Pues eso, en una noche como esta todo ha de estar milimetrado, es bueno servir a todos los comensales al mismo tiempo y asegurarte de que todo va según lo previsto. De lo contrario, te darán las uvas, nunca mejor dicho, y en el momento de las campanadas te verás más perdido que Taylor Swift en un vídeo de Marilyn Manson. Así pues, este tipo de retrasos por parte de los clientes no sólo son mala educación, son una jodienda que te cagas. ¿Pero vamos a cortarnos las venas por ello? Pues no; en mi caso, con mucho gusto habría tenido a la gente esperando hasta que llegasen los rezagados. A buen seguro ellos habrían sido el plato principal y asunto concluido, pero claro, yo no mando, así que comenzamos a servir la cena. Aperitivo, entrante, primer plato de pescado, segundo de carne y… aquí fue cuando llegaron los ausentes, alcoholizados hasta las cejas.
                No pude evitar cierto sentimiento de pena por la compañera que les acompañó a su mesa, casi llevándoles de la mano para que no se perdiesen por el camino. Como si fuese tan difícil identificar su mesa. ¡La única vacía, coño! Pero claro, en el estado en el que se presentaron supongo que les resultaba complicado hasta identificar a la persona que tenía al lado, que incluso a Robert Downey Jr. en sus peores momentos se le veía más centrado. En fin, lo traumático de todo el asunto fue ver a la gente de cocina tratando de sacar el aperitivo de estas diez personas cuando toda su concentración estaba depositada en sacar los postres para los ciento cincuenta y siete restantes. Ahí es cuando el plan previsto se va al garete, porque el cliente siempre tiene la razón, porque aunque la cena comenzase a las nueve y media y ellos se presentasen a las once y diez, porque aunque lo que se merecerían fuese que se les sirviesen todos los platos atrasados juntos y fríos, lo cierto es que ellos también habían pagado por su cena, así que a poner la mejor cara posible y a tratar de que se vayan contentos, pero sin descuidar los dulces del resto.
                Tras el postre, el café y el cava (aquí los borrachos todavía trataban de que no se les cayesen los cubiertos de la mano para poder comer la carne) vino el reparto de las uvas. ¡Y todo listo para celebrar la entrada del nuevo año! Las grandes pantallas de la sala se encendieron y, a través de ellas, pude por un momento soñar que estaba en un lugar mejor. En la Puerta del Sol concretamente, borracho yo también, como los diez retrasados, y brincando a lo Ana Torroja.
                No sé vosotros, mistercitos, pero yo estoy convencido de que el ser humano es protestón por naturaleza. Yo, al menos, lo soy. Supongo que si esta noche los empleados no hubiésemos podido comer las uvas como el resto de los mortales, yo me habría sentido indignado. Pero no ha sido el caso, los camareros podrán estar en lo más bajo de la lista de los más infravalorados gremios, pero comen uvas como el que más. Así que ahí teníamos nuestras bolsitas con los verdes frutos de la suerte. ¿Me he sentido satisfecho por ello? ¡POR DIOS, NO! Tal vez haya sido por esa sensación de ser un  mono de feria al tener que comerlas delante de todo el mundo y alzar la copa brindado por la suerte de todos esos sentados delante de ti. Vamos, que por un momento me vi a mí mismo en el resort aquel de la película DIRTY DANCING haciendo el moñas junto a la clientela. Tal vez sea que soy un quisquilloso, no lo sé, pero es que si tengo que dar espectáculo, me gusta que sea mi espectáculo, no el que nadie decide para mí.
                Supongo que pensáis que aquí concluye la narración de los hechos. ¡Os equivocáis! ¡Del todo! Aquí comienza la fiesta propiamente dicha. Y es que ¿qué sería de la Nochevieja sin la fiesta posterior?
                Ni bien ha terminado uno de retirar las tazas de café de las mesas cuando ya hay que irse a la barra para que el personal beba, porque no, todo el vino, cerveza y cava que ha corrido hasta el momento no ha sido suficiente. Y ahí sí, los diez retrasados eran los primeros. Cuestión de prioridades, supongo.
                Es en situaciones como esta en las que se ve muy a las claras la poca capacidad que las personas tienen para empatizar con sus semejantes. Porque sí, lo entiendo, ellos están ahí para divertirse, pero nosotros estamos trabajando y, en la mayoría de los casos no por elección propia. Para que se me entienda, resulta mucho más atractiva la idea de pasar la noche con familia y amigos que viendo como, con el transcurrir de la noche, los rostros de nuestros clientes van transformándose hasta el punto de hacerme sentir como Rick Grimes defendiéndose de una horda de zombis en THE WALKING DEAD. Vale que los míos no muerden, pero poco les falta. ¿Qué te queda cuando a una persona le quitas la serenidad, la educación, el saber estar y las ganas de divertirse de forma sana? Pues eso, una sombra muy siniestra de lo que ese mortal es en circunstancias normales. Así transcurren las horas, horas en las que el cansancio aumenta de forma inversamente proporcional a como la paciencia disminuye.
                Y ya, cuando la gente está de vuelta todo, entonces sí, eres tú el que les persigue a ellos con las sopas de ajo primero y con los churros y el chocolate después. Y claro, digo yo, ¿por qué razón tengo que tratar de convencer a gente adulta, por muy ciega que vaya, de que prueben algo que no les apetece? La respuesta no la tengo, pero sí las consecuencias. Un hombre, no precisamente un jovencito, me rechazó el chocolate de la mejor forma posible en estos casos. Con un manotazo. ¿Alguna vez habéis sentido el chocolate caliente recién hecho corriendo por vuestro pecho? Bueno, pues yo ahora ya sí. Creedme, no os lo recomiendo.
                Así que ahora aquí estoy, en casita, estrenando el año, escribiendo para vosotros y con una mancha roja en el pecho. Si al menos me hubiese caído en la cara ahora me miraría al espejo y vería a Freddy Krueguer, lo cual estaría bastante bien, pero no es el caso. No parece que vaya a quedarme una marca permanente. De momento, como tengo un punto masoquista, me la toco de vez en cuando, no demasiado fuerte, sólo lo justo para que escueza… y me gusta.
                Aquí el que no disfruta es porque no quiere.
               

                FELIZ AÑO, MISTERCITOS!!!