Hello, mistercitos!
Empieza una semana nueva, otra más, y los anuncios de juguetes y turrones empiezan a amontonarse tras el botón del mando a distancia. Supongo que todos tendréis la misma idea en la cabeza. "Pero si parece que la Navidad se acabó el otro día y ya está aquí otra vez". El tiempo pasa deprisa, mistercitos, y muchas veces no nos detenemos a meditar sobre lo realmente importante en nuestra vida. Vamos detrás de aquellas metas que nos dicen que tenemos que alcanzar y solemos olvidar otras que pueden ser menos vistosas pero que, a la larga, resultan más gratificantes.
De eso trata el relato de hoy, una cuento sobre la vida, las prioridades mal entendidas y la rendición ante una existencia regida por mentes pensantes que, vaya por dios, piensan en todo menos en nosotros.
Cuando hayáis terminado de leer, si queréis hacer algún comentario no voy a enfadarme por ello. Adelante!
Marta se había encontrado mal la noche
anterior. Decir mal es poco, era como si las fuerzas, la consciencia y la paz
la abandonasen todas a la vez, escapando cada una por el camino más rápido. En
su lugar, una aguda sensación de alarma había venido a ocupar el puesto
vacante. ¿Qué le sucedía? ¿Había venido la muerte a su encuentro? Con treinta y
dos años era algo que había de ser considerado prematuro a la fuerza. Marta no
estaba preparada para morir. Ni lo estaba ni quería estarlo.
Ahora, sin embargo, todo se veía
diferente. Un severo cuadro de estrés se había abrazado a ella despojándola de
todo lo que la hacía ser quien era. Su acostumbrada hipocondría había hecho el
resto.
Y es que la vida de Marta era como un tren
de alta velocidad deslizándose por una vía engrasada con las premuras,
tensiones y agobios propios de su puesto en el departamento comercial de una de
las más importantes multinacionales del momento. Una vida que transcurría con
la constante presencia de sus compañeros de trabajo, a los que tan solo unía
una relación laboral aparentemente armoniosa auspiciada bajo el manto de los
intereses y necesidades de la empresa. Esto era algo que Marta siempre había
sospechado, la camaradería con sus colegas se daba en la oficina y allí se
quedaba una vez ponía los pies en la calle y ahora estaba segura, viéndose en
aquella cama de hospital sin nadie acompañándola a los pies de la misma.
Marta suponía que la compañía de la gente
siempre era positiva en momentos como el que ella estaba pasando. Trató
entonces de imaginar a sus compañeros invadiendo la habitación y la imagen que
vio no resultó tan agradable como cabía esperar. A buen seguro, antes de que
ella terminase de explicar las circunstancias que la habían postrado en aquella
cama ya estarían todos volviendo al único tema de conversación que conocían; el
trabajo. Marta se sintió entonces agradecida, estaba mejor sola. Además, su
estado no era tan grave. El adecuado tratamiento y algo de reposo la dejarían
como nueva. No era éste el caso de la mujer que compartía habitación con ella
en la cama de al lado. Su suerte era muy distinta.
La mujer, una señora de mediana edad y de ancestral
salud fuerte, nunca había sufrido ni una miserable gripe, había empezado a
sentirse mal un par de meses atrás. Los dolores, el cansancio y la fatiga aumentaban
con cada página pasada del calendario. Así fue como había terminado ingresada
en el hospital, con un mes de vida por delante.
A Marta se le hizo lógico pensar que con un panorama semejante
cualquier persona se hundiría en la más grande de las miserias. Por un momento,
Marta había sentido la tentación de hacérselo saber a la mujer, pero la enorme
sonrisa que la enferma le dedicaba siempre había debilitado sus intenciones. Cualquiera que se presentase en aquella
calurosa habitación de hospital en el momento más insospechado se encontraría a
la señora tumbada en la cama o sentada en el sofá junto a ésta. La encontraría allí,
pero siempre sonriendo. Allí encontraría también a sus hijos, a su nuera y a
sus dos yernos, a alguno de sus nietos e incluso a su sobrino. Este hecho en sí
no sería especialmente llamativo, ya se sabe que hay familias que gustan de
montar un campamento en el hospital cuando alguno de sus miembros cae enfermo.
Lo raro, lo verdaderamente inusual era que todos pasaban el tiempo bromeando,
contando las anécdotas más comprometidas de la familia y haciendo chistes a
costa de todo y de todos. De hecho, Marta nunca hubiese imaginado poder pasarlo
tan bien en la habitación de un hospital.
Era fácil adivinar que los dramas y las angustias se las guardaban
para cuando llegase el desenlace pero, por el momento, todos habían decidido
aprovechar de la mejor forma posible el tiempo que les quedaba juntos, unos
pobres y escasos treinta días.
Fue entonces cuando Marta comenzó a pensar en todo esos momentos
que desperdiciamos discutiendo y dejando que las contrariedades lo ocupen todo,
abriendo la puerta a nuevos problemas. Y, a diferencia de esta gente, cuando la
situación se torna irreversible seguimos perdiendo el tiempo con lamentaciones
y dramas. No sería Marta la que se pusiese a esgrimir argumentos de tipo
fraternal y predicar sobre la necesidad que tienen los seres humanos de ser
todos como hermanos y ser buenos los unos con los otros. Estaba bien eso de protestar,
reñir y sacar las garras cuando fuese necesario, pero tampoco estaría mal echar
el freno de vez en cuando y relajarse un poco para disfrutar de la vida. Tal
como Marta ahora entendía, eran demasiadas las energías puestas en aferrarnos a
los malos rollos y a las desgracias. Sabía que, tal como corrían los tiempos,
lo más vendible que uno podía encontrar era la pena pero, aun a riesgo de sonar
cursi, la felicidad tenía que sentar mejor. Pero somos tan necios que cuando
esa felicidad, ocasionalmente, llama a nuestra puerta ni siquiera la oímos,
enfrascados como estamos en rebozarnos en nuestra propia angustia.
Entonces Marta lo entendió. Era suficiente.
A la señora de la cama de al lado la mandaban al día siguiente para su casa, en
el hospital poco más podían hacer ya por
ella. Y allá que se iba todo el clan, con el firme propósito de hacer que aquel
mes fuese inolvidable de un modo u otro y mientras los dolores lo permitiesen.
Cuando llegó el momento de la despedida,
la joven y la señora se intercambiaron sendos besos en la mejilla y una extraña
sensación se instaló en el pecho de Marta, producto de la certeza de saber que nunca más volvería
a ver a la mujer. Ésta, en el mismo momento de abandonar la habitación,
saliendo ya por la puerta en silla de ruedas giró la cabeza hacia la joven en
la cama dedicándole una última mirada y, cómo no, una sonrisa.
La joven no necesitó nada más. Todo estaba
claro, había entendido lo que estaba mal en su vida y entonces, casi sin darse
cuenta, su cerebro tomó la decisión por ella. Necesitaba un cambio, el cuadro
de estrés que padecía era tan solo el primer aviso. Pronto le darían el alta en
el hospital y, tan pronto como esto sucediese, se daría de baja en su trabajo,
alejándose para siempre del voluble ajetreo que hasta entonces había dominado
su existencia y retornando a la paz que le daba aquella afición que siempre
había abrazado en su adolescencia, la pintura.
Las puertas del ascensor se abrieron y
Marta avanzó a lo largo del pasillo en dirección a su oficina. De pronto, el
que siempre había sido su entorno habitual se le antojaba extraño. Nunca había
reparado en lo cargado del ambiente, en la tensión cosida en los rostros de los
empleados, en la prisa de sus agitados movimientos, en la ausencia total de cualquier
tipo de apacibilidad, en la estridencia de los teléfonos al sonar, en el
aislamiento en el que todos se sumergían aun estando rodeados de gente… Cada
paso que daba enviaba el mismo mensaje a su mente, aquello ya no era para ella.
La mañana transcurrió lenta y pesada desde
el mismo momento en el que Marta se perdió en la maraña de documentos atrasados
y tareas pendientes. Por eso, cuando el reloj se dignó a mostrar la hora de
volver a casa la joven experimentó la
grandeza de la liberación. Sin pensárselo mucho más, condujo su cuerpo a la
oficina más alejada de todas, la del jefe de personal. Iba a hacerlo, iba a
renunciar. En su mano portaba la carta de dimisión que había redactado a media
mañana, cuando sus labores se le habían hecho ya insoportables.
El hombre la recibió con una afable sonrisa
y tras interesarse formalmente por su estado la invitó a sentarse. Marta
obedeció y abrió la boca para hablar, sujetando con fuerza la carta en su mano.
No tuvo ocasión de emitir sonido alguno. Su jefe plantó un enorme dossier en la
mesa, frente a ella. En poco más de dos minutos le explicó la importancia de
aquel proyecto y de cómo habían pensado en ella para llevarlo adelante. Su buen
hacer, su demostrada experiencia y su conocida ambición la hacían la candidata
perfecta para aquella tarea. Era la oportunidad de su vida laboral.
Si la carta en la mano de Marta hubiese
tenido la capacidad de sentir, a buen seguro habría sufrido un indescriptible
dolor al contraerse arrugada bajo la presión del puño disimulado de la joven.
Muy bueno, cada relato me gusta más. Los que convertimos el trabajo en nuestra vida tenemos esa maldición, estrés y más estrés. Pareces en la obligación de dar siempre el máximo y, cuando ves que los demás se lo toman con demasiada filosofía, no sabes ni qué pensar. Yo sufrí un ataque de ansiedad por cosas de estas y ahora trato de desconectar más a menudo. Aun así estoy seguro de que si me ofrecieran más trabajo o mejor puesto haría lo mismo que Marta, es nuestra maldición.
ResponderEliminar¡Y tanto que es nuestra maldición! Somos esclavos del sistema , del consumo, del reloj y de nuestro convencimiento de que necesitamos cosas que realmente no nos hacen falta. Trabajamos duro para obtenerlas y cuando ya las tenemos pasamos a desear otras cosas. Y así nos va.
EliminarUn saludo, Moisés.
Me ha gustado Mr M, el final no me lo esperaba pero real como la vida misma...eso sí ¿Qué clase de vida queremos?
ResponderEliminarY a mí me gusta que no te esperases el final, de eso se trata. ¿Sabes? A veces ni yo mismo espero el final que escribo, tengo uno en mente y cuando estoy terminando de escribir surge un final nuevo y mejor.
EliminarUn abrazo, Amaia.
Ya lo dicen por aquí, real como la vida misma. En vez de en Marta prefiero centrarme en esa mujer enferma y su familia. Esa sí es una buena actitud ante la vida. Si eres capaz de tomarte tan bien algo así lo demás es coser y cantar.
ResponderEliminarTienes razón. Tal vez el aprender a asumir los grandes problemas sea la forma de conseguir no agobiarnos con tonterías.
EliminarGracias por tu comentario, Divad.
Me ha llegado la delicadeza de la forma en la que narras lo poco que le falta a la mujer para morir. Es un relato realmente hermoso y con una gran moraleja. Cada día me gusta más como escribes.
ResponderEliminarMuchas gracias, Ángel. Me alegro de que así sea y de que disfrutes con mis escritos. En realidad, para eso los hago.
EliminarUn saludo.
Me ha gustado el relato M. La toma de conciencia de Marta, ese proceso de cuestionamiento del sentido de su vida al verse en el dique seco y ante la evidencia de que somos mortales (algo que a veces se nos olvida) a través de su compañera de habitación. Creo que un día, dentro de unos años, Marta recordará ese momento en que casi reunió el valor necesario para hacer lo que realmente quería. Es muy humana. Saludos!!
ResponderEliminarEl día menos pensado, y no tardará mucho en llegar, Marta se pegará un tiro de mierda. Ya lo verás.
EliminarSupongo que no es a Marta a la única que le ocurre. Creo que todos hemos pasado por lo mismo alguna vez, pensando en mandarlo todo a paseo y centrarnos en nosotros mismos. Lo triste es que no nos ha ocurrido una sola vez, sino varias. Y las que quedan por venir.
Gracias por tu comentario, Zavala.
Estamos sometidos.
ResponderEliminar¡Excelente, Mr. M!
ResponderEliminarHiciste una semblanza genial de la psiquis de la protagonista, de sus miedos, sus ambiciones, sus gansa de ser y no poder...
El final, sorprendente (por lo menos para mí) hace aún más genial tu relato.
¡Felicitaciones!
Es lo primero que leo de tu autoría, y me encantó. Sigo por aquí, sí o sí.
¡Saludos!
Muchas gracias! Me alegro de saber que te tendré por aquí, me gusta ver que esto crece poco a poco y que cada vez somos más mistercitos (así es como llamo a mis seguidores).
EliminarEspero seguir causándote las mismas sensaciones con mis futuros escritos.
Un saludo.
Muy buenoooo!!!!!!!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarMuchas gracias!!!
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