jueves, 8 de septiembre de 2016

TOMMY O EL PLACER DE LA DISTORSIÓN

Tommy cruzó el umbral de la puerta.  El portal de su edificio quedaba atrás con cada paso que daba, avanzando alegremente por la calle. Casi de inmediato, se dejó imbuir por el fresco airecillo que acariciaba sus mejillas. Poco tardó en tomar la calle que habría de conducirle al centro de la ciudad.
Fue al pasar junto a un escaparate que se detuvo un instante. Aquel gran ventanal se presentaba repleto de latas de sopa con algún tipo de oferta. Sin embargo, no era esto lo que interesaba a Tommy. Era otra cosa la que captaba el interés del chaval. 
Se trataba, por supuesto, de aquel rostro que le observaba desde el cristal, aquel cuerpo que se mostraba plantado frente al suyo. Tommy estudiaba con sumo cuidado su propio reflejo y sonreía asistido por la satisfacción de disfrutar de lo que estaba viendo. Poco le importaban las quejas de su madre, recriminándole el salir de casa hecho un mamarracho. Ella, como casi todos los adultos, caminaba de espaldas sin apartar la vista del pasado y sin darse cuenta de que el mundo evolucionaba cada vez a mayor velocidad. La vida para ella se había estancado en algún punto que nunca más abandonaría, pero para él era la impresionante visión de un horizonte en el que cualquier posibilidad era tangible.
Tommy paseó la mirada por su imagen en el cristal, ascendiendo desde las zapatillas deportivas de color negro y pasando por sus roídos pantalones caídos y ajustados a sus piernas, por la camiseta rosa bajo su casaca de corte militar, por las gafas oscuras que cubrían sus ojos y por su corte de pelo, exageradamente corto en los laterales si se comparaba con el largo de la parte superior. En su modesta opinión, estaba simplemente perfecto. Tal como él quería verse. Nada más que añadir.
El chaval siguió avanzando por la calle, con la firmeza que da el sentirse seguro de uno mismo. En su caminar se cruzó con un par de jovencitas de su misma edad que, con una sonrisa pícara, le observaban mientras murmuraban entre ellas. Tommy no necesitaba escuchar sus palabras, sabía de lo que hablaban y no pudo por menos que erguirse aún más. Conocía perfectamente el efecto que causaba en el sexo contrario.
Se detuvo al llegar al semáforo, aguardando a que el hombrecito de verde tuviese a bien dar su consentimiento para cruzar al otro lado. Mientras lo hacía, pudo sentir las miradas de los que le rodeaban clavándosele en el cogote. Sabía que no todas eran aprobatorias, pero no le importaba. De hecho, lo prefería así. Le gustaba aquella sensación de resultar molesto a la vista de algunos.
Cuando por fin el hombrecito rojo se cansó de hacer esperar, Tommy, junto con el resto de transeúntes, cruzó la calle. Consultó entonces el reloj en su muñeca; no disponía de mucho tiempo para cruzar media ciudad antes de llegar a la única tienda de discos que aún sobrevivía en la era de la descarga digital. Sopesó la posibilidad de coger el autobús. Decidió no hacerlo al comprobar en el luminoso de la marquesina de la parada que todavía faltaban quince minutos para  que el vehículo pasase por allí. ¿Tal vez un taxi? Imposible. La cantidad de dinero en su cartera superaba en poco al importe del disco que se quería comprar. Debería darse prisa y apurar el paso.
Entonces se dio cuenta de que era posible que tal vez hubiese engordado algo en los últimos meses. No mucho, nada que los demás pudiesen notar, pero suficiente para hacerle un poco más costosa su carrera.
Y entonces, en el último momento, la idea acudió a su cabeza, tímida primero, creciente después. El callejón estaba a dos pasos y cruzándolo podría ganar algo de tiempo, el suficiente para llegar a la tienda antes de que sus puertas se cerrasen. Podría hacerlo, pero la mala fama de la zona que se abría tras aquel estrecho paso entre edificios envejecidos hacía necesario tomarse un tiempo para sopesar la opción. De todos era sabido que por allí sólo se aventuraban a pasar aquellos que buscaban problemas. Sin embargo, el disco había salido al mercado hacía una semana, una espera que a Tommy se le había hecho interminable y no estaba dispuesto a posponer el momento durante más tiempo. Tenía que tener el disco y tenía que ser ya.
Era para pensárselo, sí, pero ello implicaba seguir perdiendo el tiempo, así que Tommy puso su mente en blanco, o más bien en plateado, el mismo de los cds, y cambió el rumbo en su camino, penetrando en aquel mundo oscuro a dos pasos de distancia de las luces de la ciudad. 
A medida que avanzaba, la cautela inicial fue desapareciendo para abrirle las puertas a la curiosidad y la admiración. Era cierto, aquel era un mundo oscuro, siniestro y sórdido y, sin embargo, a él se le antojaba rodeado de una aureola fascinante. Los macarras, las putas, los chulos, los mendigos…Todos parecían sacados de uno de esos fantásticos videoclips en los que ser un canalla es lo que más mola en el mundo.
El adolescente miraba a su alrededor con fascinación y con los temores iniciales olvidados por completo. Fue por eso que cuando el grupo reunido ante la puerta de un edificio se dirigió a él ni siquiera les escuchó.
–¿Estás sordo, friki? –le instó uno de ellos–. ¿A dónde vas con esas pintas?
Tommy se sobresaltó al darse cuenta de que quien le hablaba no era poseedor de un aspecto precisamente conciliador.
–¿Me hablas a mí? –preguntó el chaval.
–¿A quién si no? ¿Ves a algún otro espantapájaros por aquí?
Tommy miró a su alrededor sin acabar de comprender. ¿Estaban metiéndose con su forma de vestir? A juzgar por las trazas del grupo, no eran ellos los más indicados para pronunciarse sobre los estilismos de nadie.
            –¿Nos vas a decir a dónde vas o no? –insistió otro de ellos.
            –Voy a comprarme un disco. No tengo tiempo para hablar, la tienda está a punto de cerrar.
            Tommy hizo amago de continuar su camino, pero dos de los del grupo le cerraron el paso.
            –¿Un disco?
            –Sí, un disco.
            –Ya nadie compra discos.
            –Yo sí.
            –Tengo una idea –dijo un tercero uniéndoseles–. Danos a nosotros el dinero del disco y descárgatelo por internet. No te costará nada.
            –Yo no me descargo discos en la red –respondió Tommy orgulloso.
            –Hasta en eso eres un bicho raro.
            –No soy un bicho raro. Simplemente me gusta tener mi música con sus correspondientes estuches y poder hojear los libretos mientras la escucho.
            –¿De qué planeta sales tú? –dijo el cuarto.
            –¿Tú te has visto? ¿Tienes espejo en tu casa? Eres ridículo que he visto nunca –añadió otro.
            –Que vosotros no estéis acostumbrados a las últimas tendencias en moda no significa que yo sea ridículo –dijo Tommy sacando valor de donde casi no quedaba.
            –¿Llamas moda a eso? Tal vez en otro, pero tú.
            –¿Qué pasa? Me queda bien.
            El grupo de cuatro estalló en carcajadas.
            –No tengo tiempo, chicos, y no quiero problemas –dijo Tommy tratando de avanzar.
            –Todavía no puedes irte –dijo otro volviendo a cerrarle el paso–. Tienes que pagarnos una compensación por hacernos sufrir con tus pintas.
            –Pero, ¿qué les pasa a mis pintas?
            –No puedes estar hablando en serio.
            –Mirad, chicos. Ya os lo he dicho. No tengo tiempo para charlar con vosotros. La tienda va a cerrar.
            –Pero no vas a comprarte ningún disco. Ese dinero ya es nuestro, nos lo debes.
            Para ese momento, Tommy sentía en la sien la presión del temor. Con creciente desesperación miró a su alrededor, consciente de estar en problemas y comprobando que escasos transeúntes pasaban por allí y los pocos que lo hacían observaban la escena sin detenerse, sin plantearse siquiera la posibilidad de echarle un cable al chaval.
            –Bueno, ¿vas a pagarnos o tendremos que cobrarte nosotros?
            A Tommy le había llevado semanas poder reunir aquel dinero, semanas que se le habían hecho interminables, esperando al momento de poder acariciar el disco en sus manos y ahora que el momento estaba tan cerca, no estaba dispuesto a claudicar con tanta facilidad. En un acto de insospechado arrojo, el adolescente se abrió paso a través del grupo e inició la carrera. Los demás no tardaron en seguirle, una vez se hubieron recuperado de la sorpresa inicial.
            Tommy no lo entendía. No eran muchos los kilos de más en su cuerpo, pero el aire se le escapaba como si cargase con una pesada losa. Tommy trataba de alejarse, pero sus cuatro perseguidores le pisaban ya los talones. En su carrera, el joven miraba a su alrededor buscando algún portal abierto, alguna tienda, algún sitio en el que cobijarse y sentirse a salvo de aquellos energúmenos. Y lo encontró, unos pocos metros más adelante se levantaba un edificio con un pequeño café en uno de sus bajos. Tommy aceleró, aún a riesgo de sufrir un infarto. De poco sirvió. Una mano sucia y fuerte se aferraba ya a la parte trasera del cuello de su chaqueta. El golpe que vino a continuación casi no le dolió. El miedo borraba cualquier signo de sensibilidad.
            –¿Creías que ibas a llegar lejos, gordo de mierda? –dijo otro de los asaltantes pateándole en el suelo.
            Allí tendido, Tommy trataba de entender mientras las patadas y los golpes caían sobre él. ¿Por qué le atacaban? ¿Por qué querían su dinero si era más bien poco? ¿Por qué se metían con su aspecto? ¿Por qué le llamaban gordo? El malogrado joven era incapaz de comprender nada. Tan sólo de una cosa estaba seguro; aquel sabor en su boca, aquella humedad en el rostro, aquellas gotas en sus pestañas nublándole la vista, todo ello tenía el mismo nombre: sangre.
            Si al día siguiente Tommy hubiese leído la noticia sobre sí mismo en el periódico tampoco habría entendido mucho más. Un adolescente había sido asesinado a golpes en la zona más conflictiva de la ciudad. Los asaltantes le había robado después la pequeña cantidad de dinero que llevaba consigo. Según las declaraciones de algunos conocidos, el chico, de nombre Tommy, era conocido en su barrio por su particular forma de vestir, carente de gusto alguno, y por su serio problema de sobrepeso.
              Aquello era todo. El periódico, al igual que el resto de la gente, se quedaba en la superficie, con lo evidente. Un gordito friki muerto por pasear por donde no debía. Suya era la culpa por meterse en un callejón peligroso, que los malhechores asumidos están ya y nada más se puede esperar de ellos. Suya la culpa por ser un raro, que los mandatos de la moda son los que son y para algo están. Y suya la culpa, por estar gordo, que desde todas partes nos mandan mensajes para cultivar el cuerpo, tantos que ya hay que ser necio para ignorarlos. Triste noticia con la que desayunar unas tostadas frías y un café apurado para luego afrontar una nueva jornada, monótona, gris y aburrida. Así sería hasta el fin de los días en sus largas vidas.
            La de Tommy, en cambio, fue corta. Corta y distorsionada. Su evidente falta de gusto él la interpretaba como un signo de individualidad, su obesidad no pasaba de ser para él de un par de kilos, nada más, las risas a su alrededor las recibía como síntomas de cómplice admiración. El contacto con la realidad que Tommy tenía era del todo cuestionable. Todos lo sabían. Lo que no sabían era que aquella alterada relación con la objetividad era la que siempre había puesto el punto de felicidad en su corta existencia. Tommy había sido, a su manera, un chico feliz. Gordo, raro e inconsciente. ¿Se puede ser feliz así? Tommy habría encontrado muchos argumentos para responder afirmativamente.