Berto era un tipo normal y
corriente, ni feo ni guapo, ni alto ni bajo, ni listo ni tonto, ni elegante ni
asqueroso. Podría decirse que por no tener, Berto no tenía ni siquiera
personalidad. Lo único destacable en él era su obsesión por las mujeres. No
podía vivir sin ellas. El problema era que, hasta el momento, ellas habían
vivido perfectamente sin él. Tal vez por eso, cada vez que se embarcaba en una
relación no podía evitar desvivirse por la chica en cuestión y hacer todo lo
posible para agradarla. Pero ni aún con eso lograba sus objetivos; todo terminaba
como empezaba, a lo tonto. Y, cómo no, así fue como sucedió aquella vez.
Berto
conoció a una chica que, por estirada, snob, pija y refinada, no podía llamarse
de otra forma que no fuese Pitita. El caso es que las armas de seducción de Berto
eran tan sumamente escasas que las usaba todas el primer día, no dejando nada
para ocasiones posteriores. Es por eso que nadie podría explicar como él y
Pitita volvieron a quedar después de la primera cita y otra vez y otra vez más.
Es posible que a Pitita le atrajese la idea de tener a su lado a alguien nulo
de personalidad a quien poder controlar, manejar y transformar a su gusto. Y
así es como fue, hizo de él su propio muñequito Ken.
Le
vistió como a ella le pareció oportuno, le hizo ver las películas que ella
consideraba buenas y le obligaba ir a supuestos bares “in”. Tal vez algunos
encuentren todo esto un tanto alienante, pero en realidad no es nada si lo
comparamos con lo que sucedió cuando se fueron a vivir juntos. Y es que hay
personas que disfrutan anulando a aquellos indefensos seres que lo único que
hacen es profesarles amor. Y así, Pitita llegó al punto de prohibirle a Berto
algo tan humanamente natural como ventosearse. Podía hacerlo fuera, pero nada
de pedos dentro de la casa.
Para colmo de males, Berto
era un tanto suelto en este aspecto y, por supuesto, la prohibición resultó ser
un incordio. Levantarse veinte veces durante una película para salir a la
terraza, otras tantas durante la cena y lo mismo si estaban en la cama no era
su idea de vida en pareja. Las zapatillas del pobre Berto sufrían las consecuencias
de tanto paseíto mostrando sendos agujeros en las suelas.
Como
era de esperar, llegó un día en el que el sufrido hombre se cansó de la
situación. No estaba dispuesto a estar levantándose cada diez minutos de la
silla, el sofá o la cama. ¿Qué podía hacer? ¿Rebelarse? ¿Seguir aguantando? ¿Pedorrearse
en la cara de Pitita y soltar así su rabia ventosa? ¡No! El nunca haría eso. Su
opción fue otra: aguantarse los pedos.
Cualquiera
entenderá que si las vacas, los perros, los burros o los gatos están diseñados
para tirarse pedos, el ser humano, por muy evolucionado que sea, no está por
encima de este tipo de necesidades fisiológicas. Berto lo intentó y pagó el
precio. Después de un mes sin tirarse un miserable pedo, pues para terminar de
empeorarlo todo no se separaban ni a sol ni a sombra, comenzaron sus problemas
de retención de gases en el intestino. Berto empezó a no encontrarse bien, pero
la cosa se complicó derivando posteriormente en una retención de gases y de lo
que no eran gases. Evidentemente, esto ya era un problema mayor pues corría el
riesgo de sufrir males como infecciones, estreñimiento o sangrado de colon. No está
claro en qué grado se encontraba Berto, pero los dolores comenzaban a ser
insoportables. Finalmente, tuvo que aceptar su debilidad humana y acudir al
médico.
Entre las varias
recomendaciones de éste estaba la de la administración de lavativas. Es en este punto
donde ni siquiera éste que escribe entiende muy bien la historia y es que
resulta difícil de asimilar que una tía que se niega a que alguien se tire
pedos delante de ella sea luego la primera en ofrecerse voluntaria para llevar
a cabo este tipo de práctica. Tal vez fuese por la sensación de poder que indudablemente
produce el aplicarle una lavativa a alguien. Le mente humana puede ser tan
retorcida.
La
cuestión es que allí estaban los dos, en el baño con los roles intercambiados;
él en el suelo a cuatro patas y ella detrás suyo, de rodillas y sosteniendo un
artilugio en la mano. Él le pidió que tuviese cuidado, ella prometió ser precavida.
Y así lo hizo, pero claro, cuando lo que se ha estado haciendo es frenar el
curso de la naturaleza, al final, ésta se abre camino como buenamente puede. Y
así, con la primera presión que Pitita hizo sobre aquella pera de goma, todo lo
que había estado contenido durante largo tiempo dentro de Berto explosionó en
busca de la tan ansiada libertad. Todos los pedos encarcelados durante un mes
se convirtieron en uno solo, inmenso y apocalíptico, arrastrando consigo todo
el lastre que Berto cargaba.
Podría
suponerse que Pitita, con todo lo pija que era, podría haber sido comprensiva y
tomarse aquello como un baño de barro de esos tan populares entre las de su
clase. Pero no lo hizo. Y se puede decir que, desde ese mismo instante, la
relación se fue literalmente a la mierda.
Hoy
Berto está recuperado pero nuevamente solo, aunque de momento no parece
importarle. Por fin ha entendido que para querer a los demás primero hay que saber
quererse a uno mismo. Y es que como decía un anciano años atrás: “Prefiero
perder una amiga antes que perder una tripa”.
Un poco escatológico, pero me he pasado un buen rato riéndome.
ResponderEliminarJajaja, yo tambien me he reido mucho. Me gusta esta parte cachonda que tienes.
ResponderEliminarBuscando un relato porno me encontré con esto. Enhorabuena, me he quedado a leerlo y me ha molado.
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