sábado, 15 de septiembre de 2012

RELATO: 2012


Hola, mistercitos. ¿Todos bien? Eso espero, que todos estéis disfrutando en mayor o menor medida. Ya sabéis que la vida son cuatro días y dos está nublado, así que no perdáis demasiado tiempo lamentándoos por lo que no tenéis y gozad de lo que tenéis. ¿Y qué tenéis? Pues por lo pronto un relato. Ya os había dicho que iba a haber novedades en el blog y aquí está la primera. Regularmente iré publicando algunos de los relatos cortos que tengo guardados en el cajón de esta mesa sobre al que escribo.  Para esta primera ocasión he escogido el titulado "2012". Se trata de un cuento en el que Elisa, una mujer madura tiene una curiosa experiencia en la última noche antes del fin del mundo. Leedlo y opinad. Y recordad, no os vayáis lejos. Volveré pronto.






El piso no presentaba signo alguno de movimiento. El salón, la cocina, el cuarto de baño, las habitaciones, todo se había rendido a la oscuridad. Lo mismo sucedía con el dormitorio, un cuarto amplio y escaso de muebles. Sólo un antiguo armario ropero, una mesilla de noche y una cama compartían el espacio, que parecía anclado en algún punto indeterminado entre el espacio y el tiempo.
            Un brusco movimiento saltarín delató una presencia en la cama. Elisa daba la enésima vuelta, no podía dormir. ¿Cómo iba a hacerlo con aquel escándalo? Por lo visto, el vecino del piso de arriba debía de tener la vida resuelta y no necesitaba trabajar. En el caso contrario, no estaría montando una fiesta en su casa a la una y media de la mañana. Pero Elisa sí tenía que trabajar, el despertador sonaría irreparablemente a las cinco y media, como había venido haciéndolo cada mañana durante los últimos treinta años y sus ojos seguían abiertos como los de un búho en vigilia. Lo mismo daba que metiese la cabeza bajo la almohada, las vibraciones de la música seguían acosándola. No importaba que contase ovejas, de hecho, si cada ejemplar que había saltado la valla de su mente se hubiese materializado, Elisa dispondría ya de un ejército ovino al que enviar en contra de su vecino. Pero las ovejas estaban sólo en su cabeza y ella cruzaba a pasos agigantados la línea de la desesperación. Dio una vuelta más en la cama y lanzó un juramento. Con un enérgico movimiento de su brazo apartó las sábanas que la cubrían y saltó de la cama. Encendió la lamparilla sobre la mesita de noche y alzó la mirada. Movida por sus pasos, firmes y resueltos, la mujer salió del cuarto.

            Varios marcos en la pared abrazaban distintas fotografías. En una, por ejemplo, aparecía Elisa siendo aún una niña. La imagen en blanco y negro mostraba a la pequeña en el campo, posando ante una pequeña casa. En otra, una Elisa más crecida era abrazada por un joven bien parecido. Otra fotografía presentaba a la pareja en el día de su boda en una iglesia de la ciudad, la misma que aparecía en la imagen siguiente, en la que el matrimonio bautizaba a un bebé. A partir de ahí, el resto de fotografías abandonaban el blanco y negro para exhibir las estampas con todos sus colores originales, más o menos apagados según la antigüedad de los retratos. En el primero de ellos, la pareja posaba con el niño unos tres años después de su bautizo. En la imagen siguiente, de unos siete años más tarde a juzgar por el aspecto del niño, lo más destacado era la ausencia del hombre. Incluso el hijo, que aparecía en un par de fotografías más, ya como adulto, desaparecía en las últimas, en las que la mujer posaba sola. Todas las fotos era distintas, distintas imágenes, distintas tonalidades, pero todas tenían algo en común. En ninguna de ellas Elisa mostraba su sonrisa a la cámara.

            La mujer entró de nuevo en el dormitorio portando una escoba en la mano. Acto seguido comenzó a aporrear el techo con insistencia, pero sin éxito. Los golpes quedaban diluidos por completo en la base rítmica de la canción que estaba sonando. Sintió entonces como un calor interno subía por su cuerpo hasta encarnar su rostro. Volvió a golpear el techo con más fuerza aún. Nada. Elisa lanzó la escoba, se vistió la bata que descansaba sobre la cama y abandonó la habitación.

            Era diciembre, pero el frío no hizo mella alguna en la mujer cuando esta salió al portal. Se dirigió a la escalera con presteza, tal vez demasiada para una mujer de su edad, pero lo cierto era que su trabajo como limpiadora había desterrado la parsimonia de su vida tiempo atrás.  Elisa se encaminó entonces hacia la planta de arriba y en menos de un minuto se hallaba ya frente a la puerta del piso del que, en ese momento, era su enemigo más acérrimo. En el interior la música sonaba a todo volumen y, por debajo de ella, un alegre bullicio parecía ajeno al resto del mundo. La mujer pudo sentir como bajo sus pies el suelo vibraba rítmicamente.

            Elisa hizo sonar el timbre. Como si no lo hubiese hecho. Música, voces y risas fueron la única respuesta que obtuvo. Volvió a insistir una vez más, otra y otra más. Nada. A punto estaba de darse por vencida cuando la puerta se abrió por fin. Ante ella, una jovencita de no más de veinticinco años sorbía de su botellín de cerveza.
            –Hola –saludó.
            –¿Quién eres tú? –preguntó Elisa sin molestarse en devolver el saludo.
            –Soy amiga del anfitrión de este pedazo de fiesta. ¿Y usted?
            –Soy la vecina de abajo. ¿Tenéis idea de la hora que es y de que hay gente que mañana tiene que madrugar para ir a trabajar?
            –¿Es usted vecina? –sonrió la muchacha–. Pero no se quede ahí, mujer, que se va a congelar.

            La joven tomó a Elisa por el brazo que, para cuando quiso darse cuenta, oyó la puerta del piso cerrándose tras de sí. Al frente, toda una masa de jóvenes parecía divertirse como si nunca antes lo hubiese hecho. Unos bailaban desenfrenados en el suelo, sobre el sofá o encima de una mesa. Otros saltaban, casi todos bebían, algunos se besaban y unos pocos se toqueteaban en las esquinas. Elisa avanzó acompañada por la joven que acababa de recibirla, abriéndose paso entre el gentío. La visión de un chaval vomitando en un macetero la horrorizó, la imagen de una jovencita contoneándose en el centro del salón mientras sus amigos la rodeaban y la jaleaban la escandalizó. El descubrimiento de una pareja corriendo medio desnudos de la mano en dirección a los dormitorios la hizo querer largarse de allí al momento. Era como si Baco hubiese retornado a la vida reencarnado en la persona de su vecino al que, por cierto, no alcanzaba a ver por ninguna parte de aquel salón.

            –¿Se puede saber qué celebráis aquí? –preguntó.
            –¿No lo sabe? –sonrió la muchacha–. Celebramos que se acaba el mundo.
            –¿Cómo? –se extrañó la mujer.
            –Bueno, celebrar no sería la palabra adecuada. Hoy es 21 de diciembre del 2012. Hoy se acaba el mundo, así que nos hemos reunido todos aquí para pasar nuestros últimos momentos en compañía de gente a la que apreciamos.
            –¿Me estás hablando en serio? –Elisa no podía creer lo que estaba escuchando.
            –Claro. Si mañana no vamos a estar aquí, no tendría mucho sentido quedarse solos en casa llorando por nuestro destino. ¿No le parece?
            Elisa nunca había creído en aquel tipo de profecías. Todas ellas le parecían estúpidos desatinos que se repetían cada cierto tiempo para tener a la gente entretenida pensando en tonterías y no en lo realmente importante.
            –¿Dónde está el dueño de la casa? –preguntó.
            –Pues no lo sé –respondió la muchacha mirando a su alrededor-. Supongo que estará por ahí, en cualquier parte. ¿Le necesita usted para algo?
            –La verdad es que sí. Necesito verle para decirle que…
            –¿Le apetece tomar algo? –preguntó la joven sin mostrar interés alguno por los motivos de Elisa.
            –No, no quiero nada. Sólo he venido a deciros que…
            –¿Una cervecita tal vez? Están fresquitas.
            –¡Que no quiero nada, niña!
            –¿Cómo no va a querer nada? ¿Viene a una fiesta y no se va a tomar nada? Eso no puede ser. Ahora vuelo.

            Y acto seguido la muchacha desapareció en dirección a la cocina. Elisa se paseó entre los presentes buscando a su vecino con la mirada. No le vio, pero si le llamó la atención el hecho de que aquel salón parecía más pequeño que el suyo, a pesar de encajar perfectamente uno sobre otro. Por supuesto, el de su casa estaba mucho más vacío. Ni estaba abarrotado de gente ni acogía tantos muebles, aparatos electrónicos, libros y discos como aquel. Ella no necesitaba todas esas cosas superfluas para vivir. La mujer caminaba pasmada mirando la lámpara en el techo, un curioso artilugio formado por un aro de metal alrededor del cual se alineaban montones de cucharillas como las que ella tenía en el cajón de la mesa de su cocina para el café. Un completo horror para su gusto, aquello tenía que ser una de esas estúpidas modas pasajeras. Lo clásico nunca pasaba de moda, por eso era clásico. Un repentino empujón la sacó de su estado de embobamiento. Elisa se giró para descubrir al joven que acababa de chocar con ella.
            –Lo siento, no la había visto –se disculpó él justo antes de asombrarse–. ¿Doña Elisa?

            La mujer fue la siguiente en verse invadida por el asombro. ¿De qué la conocía aquel joven? Con una rápida mirada lo analizó de pies a cabeza. Era un joven alto, de unos treinta años, tal vez unos pocos más, y su buena planta se veía empañada por su aspecto desaliñado. Unos vaqueros agujereados y una camiseta roída no solían ser signo de elegancia, más bien de peligrosa ociosidad. El primer instinto de la mujer fue alejarse de aquel desarrapado, pero recibió un pellizco que la retuvo allí. Era la curiosidad.
            –Sí, soy yo. ¿De qué me conoces?
            –¿No me recuerda? Yo era amigo de su hijo en el colegio.
            La mujer volvió a recorrerle con la mirada, pero no encontraba el recuerdo de ningún niño en aquel cuerpo adulto.
            –Soy el que se pasaba el día intercambiando cromos de fútbol –dijo él, dándose cuenta de que ella no le reconocía.
            –Ahora me acuerdo –saltó Elisa–. Todo el día con los cromos para arriba y para abajo. ¿Y qué? ¿Llegaste a terminar la colección?
            –Sí –sonrió el joven–. Me costó un poco, pero al final la terminé.
            –¿Y te sirvió de algo? Apuesto a que ese álbum no tardó mucho tiempo en acabar en la basura.
            –Nada de eso. Todavía lo conservo. Puede que le parezca una tontería, pero hacer esa colección me enseñó a tener perseverancia y paciencia antes de conseguir un objetivo.
            –Tú lo has dicho, una tontería –observó ella con un agrio rictus.
            –Bueno, ¿y qué es de su hijo? –preguntó el joven cambiando de tema–. No he vuelto a saber de él.
            –Pues mi caso no es muy distinto. Yo tampoco puedo decir que tenga mucho contacto con él.

            En ese momento, la jovencita que la había recibido al llegar apareció trayendo consigo la prometida cerveza.
            –Veo que ya está haciendo amigos. Eso es bueno. Aquí tiene su cerveza. Si luego le apetece otra no tiene más que ir a la cocina, la nevera está repleta de ellas. Puede servirse todas las veces que quiera.
            Con gusto, la mujer hubiese rechazado el botellín, pero ella no era una maleducada y la joven se había tomado la molestia de traérselo. Decidió aceptarlo y tenerlo en la mano hasta que se fuese. La muchacha sonrió satisfecha y desapareció por donde había venido.
            –¿Así que no ve mucho a su hijo? –preguntó el joven.
            Elisa no solía hablar de sus asuntos con los demás y mucho menos con los extraños, pero algo la empujaba a hablar. Tal vez fuese la cordialidad de su interlocutor o el ambiente despreocupado que reinaba en toda la casa, la cuestión era que Elisa no tuvo problema alguno en hablar.
            –No, no le veo mucho. Tenemos caracteres muy distintos.
            –Bueno –dijo él-, pero ese no es motivo para perder el contacto.
            –Es un terco, igual que su padre. Mira, yo me casé muy joven y ni siquiera sé por qué. Cuando era una adolescente, un muchacho del pueblo me cortejó hasta que empecé a salir con él. No es que me gustase, pero todas mis hermanas estaban ya casadas y yo no quería quedarme atrás. Creí que el matrimonio sería la mejor forma de tener una vida decente y un techo seguro bajo el que vivir, así que acabé casándome con él. Pero las cosas no fueron como yo las tenía planeadas. Nos mudamos a la ciudad y los dos trabajábamos, él en una fábrica y yo en una mercería. No nadábamos en la abundancia, pero ganábamos lo suficiente para vivir sin estrecheces.
            –¿Y cuál era el problema?
            –A mí siempre me ha gustado ahorrar, nunca sabes lo que va a pasar el día de mañana y hay que estar preparado por lo que pueda venir.
            Sin ser consciente de ello, Elisa dio un trago a la cerveza en su mano.
            –Pero él era totalmente distinto a mí. Cada fin de semana se empeñaba en salir a cenar.
            –¿Cenas caras? –preguntó el joven.
            –No. Siempre íbamos a un modesto restaurante que estaba cerca de nuestra casa. No gastábamos mucho, pero gastábamos. Y el que gasta no ahorra. Cada vez que cenábamos fuera a mí se me indigestaba la comida sólo de pensar lo bien que estaría aquel dinero en nuestra cuenta del banco.
            –Bueno –dijo el joven–, yo no veo un problema tan grande. ¿Nunca le dio a usted por ponerse en el lugar de su marido?
            –¿Por qué tendría que haberlo hecho?
            –No lo sé, tal vez él solamente quería darse el gusto de, una noche a la semana, olvidar que era una persona de recursos limitados y compartir ese sentimiento con la mujer a la que amaba.
            –¡Vaya tontería! La cena la compartíamos en casa perfectamente, no sé qué necesidad había de tener que salir a un restaurante. Eso sí, que quede claro que nunca me negué a ir con él. Yo no lo disfrutaba, pero le acompañaba de todos modos. Hasta que nació nuestro hijo. Ahí sí que se terminó. Un niño no es ninguna broma y entonces sí que se hizo necesario guardar todo el dinero que fuese posible.
            –¿Y qué paso?
            –Pues que no volvimos a salir. Todo lo que ganábamos y no gastábamos en las necesidades básicas iba directo al banco.
            –¿Cómo se tomó eso su marido?
            –Pues mal. Desde entonces se comportaba como si estuviese amargado. Se convirtió en todo un gruñón, todo el día discutiendo. Todavía hoy no entiendo de qué se quejaba. Tenía todo lo que necesitaba. Ropa que vestir, un plato de comida en la mesa todos los días, un televisor para entretenerse y una radio para escuchar los partidos los domingos. Pero él como si nada, sólo pensaba en salir a cenar el sábado, como si ese día la comida de casa se estuviese podrida.
            Elisa echó otro trago de cerveza.
            –Y así estuvo hasta el día que sufrió aquel accidente en la fábrica. Yo creo que se murió pensando en la cena del sábado en el restaurante.
            El joven no pudo por menos que arquear las cejas.
            –No es que me alegrase de su muerte, por supuesto que no. Soy buena cristiana y él era mi marido, pero sí que pensé en el descanso que sería no tener que seguir escuchando sus protestas por absolutamente todo. Sin embargo, mi hijo tuvo que salir a él y eso sí que no lo entiendo. Yo me encargué de educarle acostumbrándole a vivir sólo con lo necesario, nada de lujos inútiles, pero el muy desgraciado creció y no dejaba de echarme en cara que yo le había amargado la existencia a su padre y después a él. Cuando tuvo edad suficiente se fue de casa. Ahora sólo le veo en Navidad, cuando viene a cenar con su mujer y su hijo. Y total, no sé para qué vienen. Se pasan toda la cena contándome los viajes que hacen en sus vacaciones. ¿Sabes lo que cuesta un viaje hoy en día? Están locos. Pero llegará el momento de las vacas flacas y entonces vendrá a mí para que le preste algo del dinero que he estado guardando durante todos estos años. Va listo si cree que va a ver un solo céntimo de mis ahorros.
            –Ya veo –dijo el joven.
            –¿Qué te parece? –dijo ella bebiendo de nuevo.
            –¿Quiere que le diga la verdad?
            –Claro que sí. Me gusta la gente sincera así que adelante.
            –Creo que se ha equivocado usted por completo.
            –¿Cómo?
            –Solamente piense en esto. Usted obligó a su marido a privarse de sus cenas del sábado para poder guardar dinero del que echar mano en caso de necesidad, ¿no es así?
            –Te lo acabo de contar, ¿no? –dijo ella mirándole de soslayo.
            –¿Y cuánto de ese dinero ha tenido que usar usted hasta el día de hoy?
            –¡Nada! –se enorgulleció ella-. Sigo sin tocar nada.
            –Eso me imaginaba. Así que su marido se murió prácticamente sin disfrutar de la vida y todo por guardar un dinero que nunca han necesitado.
            –Pero podría habernos hecho falta.
            –Tal vez, pero ¿me va a decir que iba a suponer la ruina salir a cenar un día a la semana? ¿O un viaje de vez en cuando?
            –¿Un viaje? ¿Tú estás loco? Bastante hacíamos que íbamos al pueblo todos los veranos.
            –Pues espero que esté usted feliz con su dinero en el banco. No sé si será verdad, pero si hoy se termina el mundo le habrá servido de mucho.
            –¡Hoy no se va a terminar ningún mundo! –se exaltó Elisa–. Mañana me levantaré como todos los días e iré a trabajar.
            De pronto, estas palabras la devolvieron al mundo real.
            –¿Qué hora es? –preguntó sobresaltada.
            –Las dos y diez –dijo el joven consultando su reloj.
            –Y yo perdiendo el tiempo de charla contigo. En menos de cuatro horas tengo que estar en pie y preparándome para ir a trabajar. ¿Dónde está el dueño del piso?
            –No lo sé, la última vez que le vi estaba fumando en la terraza, pero de eso hace ya rato.
            –Pues tengo que encontrarle –dijo ella tras dar un último trago a su cerveza y dejando el botellín sobre una mesilla cercana–. Un placer hablar contigo –dijo con sarcasmo.

La mujer se abrió paso a través del gentío. Todos seguían bailando como si no hubiese un mañana… ¿De verdad creían que ese era el día del fin del mundo? A tenor de lo visto, la gente debía de estar más ociosa de lo que ella creía. Entonces pensó de nuevo en su esposo. ¿De verdad le había amargado la existencia? Y si así hubiese sido, ¿lo había hecho para nada?
Elisa llegó hasta la puerta de la terraza. Antes de salir, tuvo que apartarse para dejar a una pareja que entrase. La mujer les censuró con la mirada y después avanzó. No tardó en verse obligada a subirse el cuello de su bata. Allí en el exterior la temperatura no era precisamente agradable. Una mujer le daba la espalda y contemplaba el horizonte de la ciudad.
–Hola –dijo ella.
–Buenas noches –dijo la mujer girándose y forzando una sonrisa.
–Estaba buscando al dueño del piso. Me han dicho que estaba aquí.
–Pues como puede ver, aquí sólo estoy yo.
Entonces Elisa observó la húmeda rojez en los ojos de la mujer. Ciertamente, lo que le pasase no era asunto suyo. Sin embargo, desde el mismo momento en el que había puesto un pie en aquella casa, sus impulsos naturales se estaban viendo alterados hasta el punto de hacerla actuar justamente al revés de cómo lo hubiese hecho en otras ocasiones.
–¿Se encuentra bien? –preguntó.
–Sí, no se preocupe. No es nada –respondió la mujer, una rubia de unos cuarenta años y de esbelta figura, cuya elegancia era realzada por un estilizado vestido negro por encima de las rodillas y por unos zapatos cuyos tacones parecían alzarla sobre el resto de los mortales.
–¿Está segura?
–Sí.
–De acuerdo.
Elisa dio media vuelta dispuesta a abandonar la terraza.
–La vida da asco –dijo la mujer, volviendo a darle la espalda.
–No voy a ser yo quien se lo discuta –respondió Elisa.
–Y lo peor es que yo tengo la culpa.
–¿Y eso?
–Nadie me ha parecido nunca lo suficientemente bueno.
–¿Quién no era bueno?
–Nadie.
–¿Pero quién? –preguntó Elisa perdiendo la paciencia.
–Ya se lo estoy diciendo. Nadie. Toda la gente que se ha acercado a mí siempre he terminado espantándola. Novios, amigos, todos. Me he pasado la vida considerándome superior al resto y ahora…
–¿Qué es lo que pasa ahora? Haga amigos si tanto le preocupa.
–Ya no hay tiempo para eso.
–Es verdad, se me olvidaba que se acaba el mundo –dijo Elisa meneando la cabeza como si fuese la única cuerda en la casa.
–Exacto, y no tengo a nadie a quien abrazarme cuando todo termine.
–Puede estar tranquila, yo no creo que hoy sea el día del fin del mundo. Tómese esto como un aviso y a partir de mañana ábrase más a la gente.
–¿Y cómo hago eso?
–No lo sé, nunca me lo he planteado.
–¿No se lo ha planteado o es que tampoco sabe cómo hacerlo?
–Pues a saber, ¿pero qué importa eso? No soy yo la del problema.
–Puede que no se haya dado cuenta, pero tal vez esté en mi misma situación, ¿no le parece?
–Pues no, no me lo parece.
–¿Tiene usted amigos, hijos, esposo?
–Tengo un hijo, mi marido murió y sí, conozco gente.
–¿Y teléfono?
–¿Perdón? –la conversación estaba empezando a escapar al entendimiento de Elisa.
–Que si tiene usted teléfono.
–Claro que sí, ¿quién no lo tiene hoy en día? Vaya una tontería.
–¿Y cuántas veces ha sonado en los últimos años?
De pronto, Elisa no tuvo contestación. El silencio que se hizo a continuación le sirvió para reflexionar sobre la pregunta.
–Lo imaginaba –dijo la mujer mirando al horizonte-, está usted tan sola como yo. Tal vez podríamos quedarnos juntas y esperar a que todo termine.
–¡Está usted mal de la cabeza! –explotó Elisa-. No se va a terminar nada, ¿lo entiende? ¡Nada!

Elisa abandonó la terraza, dejando a la mujer con la única compañía de su soledad y del frío de la noche. Aquella situación se estaba tornando demasiado extraña. ¿Por qué los desconocidos en una fiesta del fin del mundo se dedicaban a psicoanalizarla? Lo único que ella quería era dormir. ¿Dónde estaba el dueño de la casa? ¿Por qué empezaba a sentir aquella sensación? Era una especie de mareo, pero no experimentaba ningún tipo de malestar. Al contrario, era como si con el paso de los minutos se sintiese más relajada. ¿De verdad estaba sola?

Entonces le vio. Era él, el dueño del piso. Salía de la cocina con dos cervezas en la mano y se acercaba a ella.
–Buenas noches, Elisa. Ese es su nombre, ¿verdad?
–Sí.
–Me alegro de que se pase por aquí. Siempre hay sitio para uno más, así que espero que disfrute de la fiesta. Aquí tiene –dijo ofreciéndole una de las cervezas y mostrando una sonrisa en su armonioso rostro.
La mujer no quería beber más pero, sin saber cómo, terminó aceptando la bebida. El joven era un extraño personaje, con la piel de su rostro, blanca en extremo, contrastando con su indumentaria absolutamente negra y con una mirada oscura. Sin embargo, a Elisa le inspiraba confianza.
–No he venido para unirme a la fiesta sino a decirte que la terminéis –le informó ella–. Estoy intentando dormir y me resulta imposible con todo este escándalo. Mañana tengo que madrugar, ¿sabes?
Elisa dio un trago a su nueva cerveza.
–¿Mañana? –el joven soltó una sonora carcajada–. No habrá ningún mañana. ¿Acaso no sabe que…?
–Sí, ya. Que hoy se acaba el mundo pero, ¿y si no es así?
–¿Y si lo es? –contraatacó el joven.
–Pero no lo va a ser.
–¿Y si lo es? –insistió él.
–Pues entonces no será necesario que vaya a trabajar y podré tomarte unas vacaciones –ironizó ella.
–Un planteamiento muy simple, si me permite hacer la observación.
–Aunque no te lo permita ya la has hecho, así que ¿qué más da?
El joven le pasó el brazo por el hombro y la atrajo hacia sí.
–El hecho de que sea el día del fin del mundo o no es lo de menos. Si no morimos hoy lo haremos más adelante. La cuestión es ¿cuál será el cargamento que llevemos en el momento de afrontar la muerte?
–¿Cargamento? Ninguno si puedo evitarlo. Llevo toda la vida trabajando como una mula y no pienso irme al otro barrio cargada como una yegua.
–No me refiero a eso. Hablo del cargamento vital –rió el joven.
–No sé a ti, pero a mí no me parece que sea buena hora para este tipo de filosofías –dijo Elisa tras volver a beber.
–Yo, por ejemplo –continuó el joven sin hacerle caso–, si me muero hoy mismo me llevaré conmigo muy buenos momentos, una vida llena de alegrías y también mucho dolor, pero con la satisfacción de haber tenido siempre a alguien a mi lado. Me llevo todo el amor que me han dado a lo largo de todos estos años y el placer de haber entregado todo el mío. ¿Qué se llevaría usted?
Esa pregunta fue como un fogonazo en la mente de Elisa. Ante sus ojos pasó toda su vida y entonces lo entendió. Había amargado la existencia de su marido, había hecho lo mismo con su hijo hasta perderle, se había pasado media vida sola y lo único que había hecho era trabajar. Si se muriese en ese mismo momento, tan sólo se llevaría con ella aflicción, resentimiento, soledad y un cansancio tremendo. De pronto, el agradable mareo se convirtió en un desagradable agobio. La mujer se llevó el botellín de cerveza a la boca y bebió. Bebió hasta casi vaciarlo.
–¿Verdad que no resulta tan agradable visto de ese modo? –preguntó el joven con un tono condescendiente en su voz.
Elisa no encontraba las palabras exactas para expresar lo que sentía. Tampoco fue necesario. Su acompañante parecía leerle la mente.
–No se atormente, ya no tiene sentido. Lo hecho, hecho está. Ahora sólo necesita mirar hacia delante, pero tiene que hacerlo de forma distinta a como lo ha hecho hasta ahora.
–¿Y qué podría hacer ya? ¿A quién tengo conmigo?
El joven miró a su alrededor.
–Pues ahora mismo tiene usted a todo un grupo de gente con la única intención de disfrutar de un momento de unión y fraternidad. Únase a ellos.
–¿Y de qué me va a servir eso?
–No lo sé, tal vez termine por cambiar su visión de las cosas.

El mareo de Elisa volvía a reconfortarla. De pronto, ya no se sentía tan mal. La mujer acompañó al joven a la cocina. Allí aceptó gustosa una nueva cerveza y entabló conversación con otra joven. La distendida charla pronto la llevó a las risas, las risas al baile, el baile al contacto humano. Para cuando quiso darse cuenta, Elisa estaba besándose en una esquina con un joven de no más de veinte años. Todo era extraño, nadie parecía asustarse ante la visión de una mujer que rondaba los sesenta compartiendo arrumacos con alguien que podría ser su nieto. A nadie le importaba y a ella tampoco. Aquellos besos le sabían como si fuesen los primeros de su vida, tal vez el querer recibirlos ayudaba algo.
Elisa disfrutó como nunca lo había hecho antes. Tan pronto saltaba encima del sofá como se carcajeaba de sí misma ante un espejo. Tan pronto volvía a manosearse con el jovencito como lloraba embargada por la emoción ante el mismo espejo. Estaba eufórica, pletórica y el mundo podía explotar en mil pedazos, a ella le daba igual.
Y entonces ocurrió. Fue rápido, muy rápido. El sonido de una ráfaga desde el exterior se alzó por encima de la música y el cielo oscuro se iluminó con un intenso color púrpura. Elisa, abrazada al jovencito, sólo tuvo tiempo de girar la cabeza hacia la terraza. No vio nada más.

Cinco horas más tarde todo era silencio en el piso. Nada había que delatase cualquier signo de vida humana en su interior. Entonces, la puerta entreabierta de la entrada se abrió por completo. Un hombre de mediana edad dio un par de pasos y echó un vistazo a su alrededor. No parecía haber nadie. Sin embargo, la noche anterior había podido escuchar movimiento en la casa desde su piso, justo al lado de éste.
Con sumo cuidado, el hombre avanzó a lo largo del salón, pisando sin hacer ruido y mirando hacia todas partes. Caminó, pasó al lado del sofá y entonces la vio. Pudo reconocerla al instante, era la vecina de abajo, una mujer que vivía sola desde hacía años. Agachándose puso la oreja en el pecho de la señora. Estaba muerta. El hombre sintió un escalofrío, no sólo ante la visión de la fallecida, sino ante lo extraño de todo aquello. ¿Qué hacía ella allí? ¿Cómo había conseguido entrar en un piso que llevaba años vacío y cerrado? ¿Era ella la que él pudo escuchar la noche anterior dando saltos y riendo? Todo era tan surrealista, tan absurdo. Sin embargo, había algo que resultaba más chocante aún. Todas y cada una de las veces que el hombre se había cruzado con Elisa en todos aquellos años, ella siempre había mostrado un carácter agrio y distante. Por eso, no dejaba de resultar curioso que luciese una gran sonrisa de oreja a oreja, una sonrisa que la hacía parecer más viva ahora que estaba muerta.

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3 comentarios:

  1. Muuuy bueno! Una buena forma de entender la vida. Hay que vivirla, no planearla.

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  2. ¡Me ha encantado tu relato! Muy bien escrito,, ameno y con un maravillosos mensaje.

    Amaia.

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  3. Pero yo no me enterado muy bien. ¿Cómo entró en la casa? ¿Quien eran los que estaban dentro de fiesta?

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