Hola,
mistercitos. ¿Todos bien? Eso espero, que todos estéis disfrutando en mayor o
menor medida. Ya sabéis que la vida son cuatro días y dos está nublado, así que
no perdáis demasiado tiempo lamentándoos por lo que no tenéis y gozad de lo que
tenéis. ¿Y qué tenéis? Pues por lo pronto un relato. Ya os había dicho que iba
a haber novedades en el blog y aquí está la primera. Regularmente iré
publicando algunos de los relatos cortos que tengo guardados en el cajón de
esta mesa sobre al que escribo. Para esta primera ocasión he escogido el
titulado "2012". Se trata de un cuento en el que Elisa, una mujer
madura tiene una curiosa experiencia en la última noche antes del fin del
mundo. Leedlo y opinad. Y recordad, no os vayáis lejos. Volveré pronto.
El piso no presentaba signo alguno de movimiento. El
salón, la cocina, el cuarto de baño, las habitaciones, todo se había rendido a
la oscuridad. Lo mismo sucedía con el dormitorio, un cuarto amplio y escaso de
muebles. Sólo un antiguo armario ropero, una mesilla de noche y una cama
compartían el espacio, que parecía anclado en algún punto indeterminado entre
el espacio y el tiempo.
Un brusco movimiento saltarín delató una presencia en la cama. Elisa daba la
enésima vuelta, no podía dormir. ¿Cómo iba a hacerlo con aquel escándalo? Por
lo visto, el vecino del piso de arriba debía de tener la vida resuelta y no
necesitaba trabajar. En el caso contrario, no estaría montando una fiesta en su
casa a la una y media de la mañana. Pero Elisa sí tenía que trabajar, el
despertador sonaría irreparablemente a las cinco y media, como había venido
haciéndolo cada mañana durante los últimos treinta años y sus ojos seguían
abiertos como los de un búho en vigilia. Lo mismo daba que metiese la cabeza
bajo la almohada, las vibraciones de la música seguían acosándola. No importaba
que contase ovejas, de hecho, si cada ejemplar que había saltado la valla de su
mente se hubiese materializado, Elisa dispondría ya de un ejército ovino al que
enviar en contra de su vecino. Pero las ovejas estaban sólo en su cabeza y ella
cruzaba a pasos agigantados la línea de la desesperación. Dio una vuelta más en
la cama y lanzó un juramento. Con un enérgico movimiento de su brazo apartó las
sábanas que la cubrían y saltó de la cama. Encendió la lamparilla sobre la
mesita de noche y alzó la mirada. Movida por sus pasos, firmes y resueltos, la
mujer salió del cuarto.
Varios marcos en la pared abrazaban distintas fotografías. En una, por ejemplo,
aparecía Elisa siendo aún una niña. La imagen en blanco y negro mostraba a la
pequeña en el campo, posando ante una pequeña casa. En otra, una Elisa más
crecida era abrazada por un joven bien parecido. Otra fotografía presentaba a
la pareja en el día de su boda en una iglesia de la ciudad, la misma que
aparecía en la imagen siguiente, en la que el matrimonio bautizaba a un bebé. A
partir de ahí, el resto de fotografías abandonaban el blanco y negro para
exhibir las estampas con todos sus colores originales, más o menos apagados
según la antigüedad de los retratos. En el primero de ellos, la pareja posaba
con el niño unos tres años después de su bautizo. En la imagen siguiente, de
unos siete años más tarde a juzgar por el aspecto del niño, lo más destacado
era la ausencia del hombre. Incluso el hijo, que aparecía en un par de
fotografías más, ya como adulto, desaparecía en las últimas, en las que la
mujer posaba sola. Todas las fotos era distintas, distintas imágenes, distintas
tonalidades, pero todas tenían algo en común. En ninguna de ellas Elisa
mostraba su sonrisa a la cámara.
La mujer entró de nuevo en el dormitorio portando una escoba en la mano. Acto
seguido comenzó a aporrear el techo con insistencia, pero sin éxito. Los golpes
quedaban diluidos por completo en la base rítmica de la canción que estaba
sonando. Sintió entonces como un calor interno subía por su cuerpo hasta
encarnar su rostro. Volvió a golpear el techo con más fuerza aún. Nada. Elisa
lanzó la escoba, se vistió la bata que descansaba sobre la cama y abandonó la
habitación.
Era diciembre, pero el frío no hizo mella alguna en la mujer cuando esta salió
al portal. Se dirigió a la escalera con presteza, tal vez demasiada para una
mujer de su edad, pero lo cierto era que su trabajo como limpiadora había desterrado
la parsimonia de su vida tiempo atrás. Elisa se encaminó entonces hacia
la planta de arriba y en menos de un minuto se hallaba ya frente a la puerta
del piso del que, en ese momento, era su enemigo más acérrimo. En el interior
la música sonaba a todo volumen y, por debajo de ella, un alegre bullicio
parecía ajeno al resto del mundo. La mujer pudo sentir como bajo sus pies el
suelo vibraba rítmicamente.
Elisa hizo sonar el timbre. Como si no lo hubiese hecho. Música, voces y risas
fueron la única respuesta que obtuvo. Volvió a insistir una vez más, otra y
otra más. Nada. A punto estaba de darse por vencida cuando la puerta se abrió
por fin. Ante ella, una jovencita de no más de veinticinco años sorbía de su
botellín de cerveza.
–Hola –saludó.
–¿Quién eres tú? –preguntó Elisa sin molestarse en devolver el saludo.
–Soy amiga del anfitrión de este pedazo de fiesta. ¿Y usted?
–Soy la vecina de abajo. ¿Tenéis idea de la hora que es y de que hay gente que
mañana tiene que madrugar para ir a trabajar?
–¿Es usted vecina? –sonrió la muchacha–. Pero no se quede ahí, mujer, que se va
a congelar.
La joven tomó a Elisa por el brazo que, para cuando quiso darse cuenta, oyó la
puerta del piso cerrándose tras de sí. Al frente, toda una masa de jóvenes
parecía divertirse como si nunca antes lo hubiese hecho. Unos bailaban
desenfrenados en el suelo, sobre el sofá o encima de una mesa. Otros saltaban,
casi todos bebían, algunos se besaban y unos pocos se toqueteaban en las
esquinas. Elisa avanzó acompañada por la joven que acababa de recibirla,
abriéndose paso entre el gentío. La visión de un chaval vomitando en un
macetero la horrorizó, la imagen de una jovencita contoneándose en el centro
del salón mientras sus amigos la rodeaban y la jaleaban la escandalizó. El
descubrimiento de una pareja corriendo medio desnudos de la mano en dirección a
los dormitorios la hizo querer largarse de allí al momento. Era como si Baco
hubiese retornado a la vida reencarnado en la persona de su vecino al que, por
cierto, no alcanzaba a ver por ninguna parte de aquel salón.
–¿Se puede saber qué celebráis aquí? –preguntó.
–¿No lo sabe? –sonrió la muchacha–. Celebramos que se acaba el mundo.
–¿Cómo? –se extrañó la mujer.
–Bueno, celebrar no sería la palabra adecuada. Hoy es 21 de diciembre del
2012. Hoy se acaba el mundo, así que nos hemos reunido todos aquí para pasar
nuestros últimos momentos en compañía de gente a la que apreciamos.
–¿Me estás hablando en serio? –Elisa no podía creer lo que estaba escuchando.
–Claro. Si mañana no vamos a estar aquí, no tendría mucho sentido quedarse
solos en casa llorando por nuestro destino. ¿No le parece?
Elisa nunca había creído en aquel tipo de profecías. Todas ellas le parecían
estúpidos desatinos que se repetían cada cierto tiempo para tener a la gente
entretenida pensando en tonterías y no en lo realmente importante.
–¿Dónde está el dueño de la casa? –preguntó.
–Pues no lo sé –respondió la muchacha mirando a su alrededor-. Supongo que
estará por ahí, en cualquier parte. ¿Le necesita usted para algo?
–La verdad es que sí. Necesito verle para decirle que…
–¿Le apetece tomar algo? –preguntó la joven sin mostrar interés alguno por los
motivos de Elisa.
–No, no quiero nada. Sólo he venido a deciros que…
–¿Una cervecita tal vez? Están fresquitas.
–¡Que no quiero nada, niña!
–¿Cómo no va a querer nada? ¿Viene a una fiesta y no se va a tomar nada? Eso no
puede ser. Ahora vuelo.
Y acto seguido la muchacha desapareció en dirección a la cocina. Elisa se paseó
entre los presentes buscando a su vecino con la mirada. No le vio, pero si le
llamó la atención el hecho de que aquel salón parecía más pequeño que el suyo,
a pesar de encajar perfectamente uno sobre otro. Por supuesto, el de su casa
estaba mucho más vacío. Ni estaba abarrotado de gente ni acogía tantos muebles,
aparatos electrónicos, libros y discos como aquel. Ella no necesitaba todas
esas cosas superfluas para vivir. La mujer caminaba pasmada mirando la lámpara
en el techo, un curioso artilugio formado por un aro de metal alrededor del
cual se alineaban montones de cucharillas como las que ella tenía en el cajón
de la mesa de su cocina para el café. Un completo horror para su gusto, aquello
tenía que ser una de esas estúpidas modas pasajeras. Lo clásico nunca pasaba de
moda, por eso era clásico. Un repentino empujón la sacó de su estado de
embobamiento. Elisa se giró para descubrir al joven que acababa de chocar con
ella.
–Lo siento, no la había visto –se disculpó él justo antes de asombrarse–. ¿Doña
Elisa?
La mujer fue la siguiente en verse invadida por el asombro. ¿De qué la conocía
aquel joven? Con una rápida mirada lo analizó de pies a cabeza. Era un joven
alto, de unos treinta años, tal vez unos pocos más, y su buena planta se veía
empañada por su aspecto desaliñado. Unos vaqueros agujereados y una camiseta
roída no solían ser signo de elegancia, más bien de peligrosa ociosidad. El
primer instinto de la mujer fue alejarse de aquel desarrapado, pero recibió un
pellizco que la retuvo allí. Era la curiosidad.
–Sí, soy yo. ¿De qué me conoces?
–¿No me recuerda? Yo era amigo de su hijo en el colegio.
La mujer volvió a recorrerle con la mirada, pero no encontraba el recuerdo de
ningún niño en aquel cuerpo adulto.
–Soy el que se pasaba el día intercambiando cromos de fútbol –dijo él, dándose
cuenta de que ella no le reconocía.
–Ahora me acuerdo –saltó Elisa–. Todo el día con los cromos para arriba y para
abajo. ¿Y qué? ¿Llegaste a terminar la colección?
–Sí –sonrió el joven–. Me costó un poco, pero al final la terminé.
–¿Y te sirvió de algo? Apuesto a que ese álbum no tardó mucho tiempo en acabar
en la basura.
–Nada de eso. Todavía lo conservo. Puede que le parezca una tontería, pero
hacer esa colección me enseñó a tener perseverancia y paciencia antes de
conseguir un objetivo.
–Tú lo has dicho, una tontería –observó ella con un agrio rictus.
–Bueno, ¿y qué es de su hijo? –preguntó el joven cambiando de tema–. No he
vuelto a saber de él.
–Pues mi caso no es muy distinto. Yo tampoco puedo decir que tenga mucho
contacto con él.
En ese momento, la jovencita que la había recibido al llegar apareció trayendo
consigo la prometida cerveza.
–Veo que ya está haciendo amigos. Eso es bueno. Aquí tiene su cerveza. Si luego
le apetece otra no tiene más que ir a la cocina, la nevera está repleta de
ellas. Puede servirse todas las veces que quiera.
Con gusto, la mujer hubiese rechazado el botellín, pero ella no era una
maleducada y la joven se había tomado la molestia de traérselo. Decidió
aceptarlo y tenerlo en la mano hasta que se fuese. La muchacha sonrió
satisfecha y desapareció por donde había venido.
–¿Así que no ve mucho a su hijo? –preguntó el joven.
Elisa no solía hablar de sus asuntos con los demás y mucho menos con los extraños,
pero algo la empujaba a hablar. Tal vez fuese la cordialidad de su interlocutor
o el ambiente despreocupado que reinaba en toda la casa, la cuestión era que
Elisa no tuvo problema alguno en hablar.
–No, no le veo mucho. Tenemos caracteres muy distintos.
–Bueno –dijo él-, pero ese no es motivo para perder el contacto.
–Es un terco, igual que su padre. Mira, yo me casé muy joven y ni siquiera sé
por qué. Cuando era una adolescente, un muchacho del pueblo me cortejó hasta
que empecé a salir con él. No es que me gustase, pero todas mis hermanas
estaban ya casadas y yo no quería quedarme atrás. Creí que el matrimonio sería
la mejor forma de tener una vida decente y un techo seguro bajo el que vivir,
así que acabé casándome con él. Pero las cosas no fueron como yo las tenía
planeadas. Nos mudamos a la ciudad y los dos trabajábamos, él en una fábrica y
yo en una mercería. No nadábamos en la abundancia, pero ganábamos lo suficiente
para vivir sin estrecheces.
–¿Y cuál era el problema?
–A mí siempre me ha gustado ahorrar, nunca sabes lo que va a pasar el día de
mañana y hay que estar preparado por lo que pueda venir.
Sin ser consciente de ello, Elisa dio un trago a la cerveza en su mano.
–Pero él era totalmente distinto a mí. Cada fin de semana se empeñaba en salir
a cenar.
–¿Cenas caras? –preguntó el joven.
–No. Siempre íbamos a un modesto restaurante que estaba cerca de nuestra casa.
No gastábamos mucho, pero gastábamos. Y el que gasta no ahorra. Cada vez que
cenábamos fuera a mí se me indigestaba la comida sólo de pensar lo bien que
estaría aquel dinero en nuestra cuenta del banco.
–Bueno –dijo el joven–, yo no veo un problema tan grande. ¿Nunca le dio a usted
por ponerse en el lugar de su marido?
–¿Por qué tendría que haberlo hecho?
–No lo sé, tal vez él solamente quería darse el gusto de, una noche a la
semana, olvidar que era una persona de recursos limitados y compartir ese
sentimiento con la mujer a la que amaba.
–¡Vaya tontería! La cena la compartíamos en casa perfectamente, no sé qué
necesidad había de tener que salir a un restaurante. Eso sí, que quede claro
que nunca me negué a ir con él. Yo no lo disfrutaba, pero le acompañaba de
todos modos. Hasta que nació nuestro hijo. Ahí sí que se terminó. Un niño no es
ninguna broma y entonces sí que se hizo necesario guardar todo el dinero que
fuese posible.
–¿Y qué paso?
–Pues que no volvimos a salir. Todo lo que ganábamos y no gastábamos en las
necesidades básicas iba directo al banco.
–¿Cómo se tomó eso su marido?
–Pues mal. Desde entonces se comportaba como si estuviese amargado. Se
convirtió en todo un gruñón, todo el día discutiendo. Todavía hoy no entiendo
de qué se quejaba. Tenía todo lo que necesitaba. Ropa que vestir, un plato de
comida en la mesa todos los días, un televisor para entretenerse y una radio
para escuchar los partidos los domingos. Pero él como si nada, sólo pensaba en
salir a cenar el sábado, como si ese día la comida de casa se estuviese
podrida.
Elisa echó otro trago de cerveza.
–Y así estuvo hasta el día que sufrió aquel accidente en la fábrica. Yo creo
que se murió pensando en la cena del sábado en el restaurante.
El joven no pudo por menos que arquear las cejas.
–No es que me alegrase de su muerte, por supuesto que no. Soy buena cristiana y
él era mi marido, pero sí que pensé en el descanso que sería no tener que
seguir escuchando sus protestas por absolutamente todo. Sin embargo, mi hijo
tuvo que salir a él y eso sí que no lo entiendo. Yo me encargué de educarle
acostumbrándole a vivir sólo con lo necesario, nada de lujos inútiles, pero el
muy desgraciado creció y no dejaba de echarme en cara que yo le había amargado
la existencia a su padre y después a él. Cuando tuvo edad suficiente se fue de
casa. Ahora sólo le veo en Navidad, cuando viene a cenar con su mujer y su
hijo. Y total, no sé para qué vienen. Se pasan toda la cena contándome los
viajes que hacen en sus vacaciones. ¿Sabes lo que cuesta un viaje hoy en día?
Están locos. Pero llegará el momento de las vacas flacas y entonces vendrá a mí
para que le preste algo del dinero que he estado guardando durante todos estos
años. Va listo si cree que va a ver un solo céntimo de mis ahorros.
–Ya veo –dijo el joven.
–¿Qué te parece? –dijo ella bebiendo de nuevo.
–¿Quiere que le diga la verdad?
–Claro que sí. Me gusta la gente sincera así que adelante.
–Creo que se ha equivocado usted por completo.
–¿Cómo?
–Solamente piense en esto. Usted obligó a su marido a privarse de sus cenas del
sábado para poder guardar dinero del que echar mano en caso de necesidad, ¿no
es así?
–Te lo acabo de contar, ¿no? –dijo ella mirándole de soslayo.
–¿Y cuánto de ese dinero ha tenido que usar usted hasta el día de hoy?
–¡Nada! –se enorgulleció ella-. Sigo sin tocar nada.
–Eso me imaginaba. Así que su marido se murió prácticamente sin disfrutar de la
vida y todo por guardar un dinero que nunca han necesitado.
–Pero podría habernos hecho falta.
–Tal vez, pero ¿me va a decir que iba a suponer la ruina salir a cenar un día a
la semana? ¿O un viaje de vez en cuando?
–¿Un viaje? ¿Tú estás loco? Bastante hacíamos que íbamos al pueblo todos los
veranos.
–Pues espero que esté usted feliz con su dinero en el banco. No sé si será
verdad, pero si hoy se termina el mundo le habrá servido de mucho.
–¡Hoy no se va a terminar ningún mundo! –se exaltó Elisa–. Mañana me levantaré
como todos los días e iré a trabajar.
De pronto, estas palabras la devolvieron al mundo real.
–¿Qué hora es? –preguntó sobresaltada.
–Las dos y diez –dijo el joven consultando su reloj.
–Y yo perdiendo el tiempo de charla contigo. En menos de cuatro horas tengo que
estar en pie y preparándome para ir a trabajar. ¿Dónde está el dueño del piso?
–No lo sé, la última vez que le vi estaba fumando en la terraza, pero de eso hace
ya rato.
–Pues tengo que encontrarle –dijo ella tras dar un último trago a su cerveza y
dejando el botellín sobre una mesilla cercana–. Un placer hablar contigo –dijo
con sarcasmo.
La mujer se abrió paso a través del
gentío. Todos seguían bailando como si no hubiese un mañana… ¿De verdad creían
que ese era el día del fin del mundo? A tenor de lo visto, la gente debía de
estar más ociosa de lo que ella creía. Entonces pensó de nuevo en su esposo.
¿De verdad le había amargado la existencia? Y si así hubiese sido, ¿lo había
hecho para nada?
Elisa llegó hasta la puerta de la terraza.
Antes de salir, tuvo que apartarse para dejar a una pareja que entrase. La
mujer les censuró con la mirada y después avanzó. No tardó en verse obligada a
subirse el cuello de su bata. Allí en el exterior la temperatura no era
precisamente agradable. Una mujer le daba la espalda y contemplaba el horizonte
de la ciudad.
–Hola –dijo ella.
–Buenas noches –dijo la mujer girándose y
forzando una sonrisa.
–Estaba buscando al dueño del piso. Me han
dicho que estaba aquí.
–Pues como puede ver, aquí sólo estoy yo.
Entonces Elisa observó la húmeda rojez en
los ojos de la mujer. Ciertamente, lo que le pasase no era asunto suyo. Sin
embargo, desde el mismo momento en el que había puesto un pie en aquella casa,
sus impulsos naturales se estaban viendo alterados hasta el punto de hacerla
actuar justamente al revés de cómo lo hubiese hecho en otras ocasiones.
–¿Se encuentra bien? –preguntó.
–Sí, no se preocupe. No es nada –respondió
la mujer, una rubia de unos cuarenta años y de esbelta figura, cuya elegancia
era realzada por un estilizado vestido negro por encima de las rodillas y por
unos zapatos cuyos tacones parecían alzarla sobre el resto de los mortales.
–¿Está segura?
–Sí.
–De acuerdo.
Elisa dio media vuelta dispuesta a abandonar
la terraza.
–La vida da asco –dijo la mujer, volviendo
a darle la espalda.
–No voy a ser yo quien se lo discuta
–respondió Elisa.
–Y lo peor es que yo tengo la culpa.
–¿Y eso?
–Nadie me ha parecido nunca lo
suficientemente bueno.
–¿Quién no era bueno?
–Nadie.
–¿Pero quién? –preguntó Elisa perdiendo la
paciencia.
–Ya se lo estoy diciendo. Nadie. Toda la
gente que se ha acercado a mí siempre he terminado espantándola. Novios,
amigos, todos. Me he pasado la vida considerándome superior al resto y ahora…
–¿Qué es lo que pasa ahora? Haga amigos si
tanto le preocupa.
–Ya no hay tiempo para eso.
–Es verdad, se me olvidaba que se acaba el
mundo –dijo Elisa meneando la cabeza como si fuese la única cuerda en la casa.
–Exacto, y no tengo a nadie a quien
abrazarme cuando todo termine.
–Puede estar tranquila, yo no creo que hoy
sea el día del fin del mundo. Tómese esto como un aviso y a partir de mañana
ábrase más a la gente.
–¿Y cómo hago eso?
–No lo sé, nunca me lo he planteado.
–¿No se lo ha planteado o es que tampoco
sabe cómo hacerlo?
–Pues a saber, ¿pero qué importa eso? No
soy yo la del problema.
–Puede que no se haya dado cuenta, pero
tal vez esté en mi misma situación, ¿no le parece?
–Pues no, no me lo parece.
–¿Tiene usted amigos, hijos, esposo?
–Tengo un hijo, mi marido murió y sí,
conozco gente.
–¿Y teléfono?
–¿Perdón? –la conversación estaba
empezando a escapar al entendimiento de Elisa.
–Que si tiene usted teléfono.
–Claro que sí, ¿quién no lo tiene hoy en
día? Vaya una tontería.
–¿Y cuántas veces ha sonado en los últimos
años?
De pronto, Elisa no tuvo contestación. El
silencio que se hizo a continuación le sirvió para reflexionar sobre la
pregunta.
–Lo imaginaba –dijo la mujer mirando al
horizonte-, está usted tan sola como yo. Tal vez podríamos quedarnos juntas y
esperar a que todo termine.
–¡Está usted mal de la cabeza! –explotó
Elisa-. No se va a terminar nada, ¿lo entiende? ¡Nada!
Elisa abandonó la terraza, dejando a la
mujer con la única compañía de su soledad y del frío de la noche. Aquella
situación se estaba tornando demasiado extraña. ¿Por qué los desconocidos en
una fiesta del fin del mundo se dedicaban a psicoanalizarla? Lo único que ella
quería era dormir. ¿Dónde estaba el dueño de la casa? ¿Por qué empezaba a
sentir aquella sensación? Era una especie de mareo, pero no experimentaba
ningún tipo de malestar. Al contrario, era como si con el paso de los minutos
se sintiese más relajada. ¿De verdad estaba sola?
Entonces le vio. Era él, el dueño del
piso. Salía de la cocina con dos cervezas en la mano y se acercaba a ella.
–Buenas noches, Elisa. Ese es su nombre,
¿verdad?
–Sí.
–Me alegro de que se pase por aquí.
Siempre hay sitio para uno más, así que espero que disfrute de la fiesta. Aquí
tiene –dijo ofreciéndole una de las cervezas y mostrando una sonrisa en su
armonioso rostro.
La mujer no quería beber más pero, sin
saber cómo, terminó aceptando la bebida. El joven era un extraño personaje, con
la piel de su rostro, blanca en extremo, contrastando con su indumentaria
absolutamente negra y con una mirada oscura. Sin embargo, a Elisa le inspiraba
confianza.
–No he venido para unirme a la fiesta sino
a decirte que la terminéis –le informó ella–. Estoy intentando dormir y me
resulta imposible con todo este escándalo. Mañana tengo que madrugar, ¿sabes?
Elisa dio un trago a su nueva cerveza.
–¿Mañana? –el joven soltó una sonora
carcajada–. No habrá ningún mañana. ¿Acaso no sabe que…?
–Sí, ya. Que hoy se acaba el mundo pero,
¿y si no es así?
–¿Y si lo es? –contraatacó el joven.
–Pero no lo va a ser.
–¿Y si lo es? –insistió él.
–Pues entonces no será necesario que vaya
a trabajar y podré tomarte unas vacaciones –ironizó ella.
–Un planteamiento muy simple, si me
permite hacer la observación.
–Aunque no te lo permita ya la has hecho,
así que ¿qué más da?
El joven le pasó el brazo por el hombro y
la atrajo hacia sí.
–El hecho de que sea el día del fin del
mundo o no es lo de menos. Si no morimos hoy lo haremos más adelante. La
cuestión es ¿cuál será el cargamento que llevemos en el momento de afrontar la
muerte?
–¿Cargamento? Ninguno si puedo evitarlo.
Llevo toda la vida trabajando como una mula y no pienso irme al otro barrio
cargada como una yegua.
–No me refiero a eso. Hablo del cargamento
vital –rió el joven.
–No sé a ti, pero a mí no me parece que
sea buena hora para este tipo de filosofías –dijo Elisa tras volver a beber.
–Yo, por ejemplo –continuó el joven sin
hacerle caso–, si me muero hoy mismo me llevaré conmigo muy buenos momentos,
una vida llena de alegrías y también mucho dolor, pero con la satisfacción de
haber tenido siempre a alguien a mi lado. Me llevo todo el amor que me han dado
a lo largo de todos estos años y el placer de haber entregado todo el mío. ¿Qué
se llevaría usted?
Esa pregunta fue como un fogonazo en la
mente de Elisa. Ante sus ojos pasó toda su vida y entonces lo entendió. Había
amargado la existencia de su marido, había hecho lo mismo con su hijo hasta
perderle, se había pasado media vida sola y lo único que había hecho era
trabajar. Si se muriese en ese mismo momento, tan sólo se llevaría con ella
aflicción, resentimiento, soledad y un cansancio tremendo. De pronto, el
agradable mareo se convirtió en un desagradable agobio. La mujer se llevó el
botellín de cerveza a la boca y bebió. Bebió hasta casi vaciarlo.
–¿Verdad que no resulta tan agradable
visto de ese modo? –preguntó el joven con un tono condescendiente en su voz.
Elisa no encontraba las palabras exactas
para expresar lo que sentía. Tampoco fue necesario. Su acompañante parecía
leerle la mente.
–No se atormente, ya no tiene sentido. Lo
hecho, hecho está. Ahora sólo necesita mirar hacia delante, pero tiene que
hacerlo de forma distinta a como lo ha hecho hasta ahora.
–¿Y qué podría hacer ya? ¿A quién tengo
conmigo?
El joven miró a su alrededor.
–Pues ahora mismo tiene usted a todo un
grupo de gente con la única intención de disfrutar de un momento de unión y
fraternidad. Únase a ellos.
–¿Y de qué me va a servir eso?
–No lo sé, tal vez termine por cambiar su
visión de las cosas.
El mareo de Elisa volvía a reconfortarla.
De pronto, ya no se sentía tan mal. La mujer acompañó al joven a la cocina.
Allí aceptó gustosa una nueva cerveza y entabló conversación con otra joven. La
distendida charla pronto la llevó a las risas, las risas al baile, el baile al
contacto humano. Para cuando quiso darse cuenta, Elisa estaba besándose en una
esquina con un joven de no más de veinte años. Todo era extraño, nadie parecía
asustarse ante la visión de una mujer que rondaba los sesenta compartiendo
arrumacos con alguien que podría ser su nieto. A nadie le importaba y a ella
tampoco. Aquellos besos le sabían como si fuesen los primeros de su vida, tal
vez el querer recibirlos ayudaba algo.
Elisa disfrutó como nunca lo había hecho
antes. Tan pronto saltaba encima del sofá como se carcajeaba de sí misma ante
un espejo. Tan pronto volvía a manosearse con el jovencito como lloraba
embargada por la emoción ante el mismo espejo. Estaba eufórica, pletórica y el
mundo podía explotar en mil pedazos, a ella le daba igual.
Y entonces ocurrió. Fue rápido, muy
rápido. El sonido de una ráfaga desde el exterior se alzó por encima de la
música y el cielo oscuro se iluminó con un intenso color púrpura. Elisa,
abrazada al jovencito, sólo tuvo tiempo de girar la cabeza hacia la terraza. No
vio nada más.
Cinco horas más tarde todo era silencio en
el piso. Nada había que delatase cualquier signo de vida humana en su interior.
Entonces, la puerta entreabierta de la entrada se abrió por completo. Un hombre
de mediana edad dio un par de pasos y echó un vistazo a su alrededor. No
parecía haber nadie. Sin embargo, la noche anterior había podido escuchar
movimiento en la casa desde su piso, justo al lado de éste.
Con sumo cuidado, el hombre avanzó a lo
largo del salón, pisando sin hacer ruido y mirando hacia todas partes. Caminó,
pasó al lado del sofá y entonces la vio. Pudo reconocerla al instante, era la
vecina de abajo, una mujer que vivía sola desde hacía años. Agachándose puso la
oreja en el pecho de la señora. Estaba muerta. El hombre sintió un escalofrío,
no sólo ante la visión de la fallecida, sino ante lo extraño de todo aquello.
¿Qué hacía ella allí? ¿Cómo había conseguido entrar en un piso que llevaba años
vacío y cerrado? ¿Era ella la que él pudo escuchar la noche anterior dando
saltos y riendo? Todo era tan surrealista, tan absurdo. Sin embargo, había algo
que resultaba más chocante aún. Todas y cada una de las veces que el hombre se
había cruzado con Elisa en todos aquellos años, ella siempre había mostrado un
carácter agrio y distante. Por eso, no dejaba de resultar curioso que luciese
una gran sonrisa de oreja a oreja, una sonrisa que la hacía parecer más viva
ahora que estaba muerta.
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Muuuy bueno! Una buena forma de entender la vida. Hay que vivirla, no planearla.
ResponderEliminar¡Me ha encantado tu relato! Muy bien escrito,, ameno y con un maravillosos mensaje.
ResponderEliminarAmaia.
Pero yo no me enterado muy bien. ¿Cómo entró en la casa? ¿Quien eran los que estaban dentro de fiesta?
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