miércoles, 19 de septiembre de 2012

RELATO: LA BOINA VERDE

Hola, mistercitos. Antes que cualquier otra cosa, me gustaría daros las gracias a todos los que entráis aquí para leerme. Siempre anima saber que no te pasas el rato escribiendo para que luego seas tú mismo el que se relee una y otra vez. Supongo que escribir para uno mismo es algo que podría definirse como masturbación literaria, pero no tengo yo muy claro que sea plenamente satisfactorio. En ese sentido, prefiero la más tradicional condición recíproca en la que todo fluye entre dos a más sujetos.
Ahora bien, hay algo que me gustaría de vosotros. Hablad, no vengáis en silencio. El Blog de Mr. M no es para estar callados. Supongo que si leéis lo que escribo tendréis una opinión al respecto, ¿a que sí? Pues expresadla, no os la guardéis. El silencio no siempre es bueno, la mesura no siempre es recomendable. Cosas maravillosas pueden surgir cuando sacamos lo que llevamos dentro.
Al respecto de todo esto, hoy os traigo un relato que ilustra perfectamente lo que estoy tratando de explicar. Se trata de "La boina verde", una historia simple y sencilla que esconde una gran verdad. Si no dices qué es lo que quieres no esperes que ocurra. Leedla, disfrutadla y decidme lo que os parece.
Nos vemos pronto con más cositas. Hasta entonces, un saludo a todos.




       Lunes. El autobús cruzaba las calles de la ciudad con la calma propia de la hora punta de la mañana, esa en la que los atascos y los semáforos hacen que avanzar sea una tarea sobre la que es necesario depositar toda la paciencia posible. En su interior, los viajeros se amontonaban como el ganado, compartiendo calor, sudor y malhumor. Una mujer estaba cercana a romperse el cuello de tanto apartarlo del sobaco del hombre a su lado, sujetándose a la barra del techo. Un chavalillo se aislaba del entorno consagrándose a la música en su reproductor mp3. Un anciano no perdía detalle de ninguno de los viajeros sentados, esperando al momento en el que un asiento quedase libre. Martín estaba al fondo del vehículo.
Como cada día, iba de camino al trabajo, una tienda de fundas de diseño para sillines de bicicleta. No era precisamente el trabajo con el que había soñado toda su vida pero, al menos, le pagaba el alquiler y la comida. El joven se apartó el flequillo de su sudorosa frente; la temperatura ambiental unida a la humana comenzaba a hacer estragos. Deseó poder apartarse de la masa de gente pero, se moviese hacia donde se moviese, el espacio estaba invadido por más cuerpos apelotonados y ayudándose los unos a los otros a mantener el equilibrio. Martín buscó con la mirada algún hueco. No lo encontró, pero entonces la vio a ella, sentada junto a la puerta del autobús y absorta en sus pensamientos.
Ella llevaba una boina verde, de esas que venden en los mercadillos de los domingos, ladeada en la cabeza. La joven la lucía con gracia, dejando que unos cuantos mechones de su castaño cabello se escapasen por debajo de ella. Sus grandes ojos oscuros se perdían a través del cristal, observando la calle al pasar y sus labios rojos recordaban a los de alguna fotografía de Irving Penn, pero sin el cigarrillo. Cada día, desde hacía meses, Martín se quedaba embobado mirando a aquella chica. No sabía nada de ella, no sabía su nombre, ni su edad, ni a qué se dedicaba, ni a dónde iba cada día en el mismo autobús que él. Lo único que sabía era que su simple visión era suficiente para estar empezando a enamorarse de ella.

Martes. El autobús recorría las calles de la ciudad tan atestado de gente como solía ser habitual. El sueño todavía no había abandonado algunos de los rostros y las bolsas bajo los ojos eran el signo más evidente de ello. Martín, en cambio, estaba despejado, despierto por completo. La expectación borraba cualquier rastro de somnolencia.
El autobús se detuvo en la parada. Sus puertas se abrieron. Una gran cantidad de personas subieron, muy pocas bajaron. Esto obligó a los presentes a apretarse un poco más, incluso cuando ya habían creído que no era posible. Martín trataba de no moverse de su sitio. Desde donde estaba, de pie junto a la puerta del medio del autobús, tenía una panorámica perfecta del interior del vehículo y aquello era primordial. De hecho lo fue en el momento de descubrir, entre todas las cabezas, una pequeña mancha verde. Era ella. Estaba allí con su boina. Martín intentó adelantarse unos cuantos pasos. Sólo consiguió dar tres, pero fueron suficientes para poder recrearse en la cara de la joven. Era tan bonita, sus grandes ojos y sus labios rojos resaltaban en un rostro ovalado y armonioso. El joven deseó que la chica fuese un poquito más alta. Desde donde él estaba no alcanzaba a verla en su totalidad y, cada dos por tres, se veía obligado a esquivar los inoportunos cuerpos que se interponían entre su mirada y la figura de ella.
La muchacha se sujetaba a una de las barras con una mano mientras que, con la otra, acercaba hacia sí su pequeño bolso de tela. Distraída, miraba en todas direcciones. Un ratito hacia la calle, un instante al hombre que trataba de pasar junto a ella, un momento al niño dormido en brazos de su madre. La joven lo contemplaba todo. Todo menos a Martín que, en su rincón junto a la puerta, contenía la respiración ante la posibilidad de cruzar su mirada con la de ella. Sin embargo, el tiempo pasaba y no ocurría. Martín era consciente, ¿cómo una chica tan bonita iba a fijarse en él? No es que fuese feo, su madre siempre le había dicho que era un chico guapo pero, ya se sabe, una madre siempre ve la belleza en su hijo aunque éste sea lo más parecido a un bulldog comiendo avispas. Martín era un chico del montón, ni feo ni guapo, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, no llamaba la atención. Y así estaba, mezclado con toda aquella gente y resignado al hecho de que la muchacha no se fijase en él. Tal vez debería decidirse algún día a llamar su atención de alguna manera.

Miércoles. Aquel debía de ser su día de suerte. Martín había conseguido un asiento, con lo que el trayecto resultaba mucho más cómodo, sin tener que sufrir los continuos empujones de los demás viajeros. Pero lo mejor no era eso. Ella estaba en el asiento delante de él y Martín ya había olvidado todo lo concerniente al mundo que le rodeaba. En aquel momento, el centro del universo era la nuca de la joven, que quedaba al descubierto gracias a la trenza que recogía su cabello hacia un lado. Martín sintió la tentación de acariciar aquella blanca piel de satén, pero el último resquicio de prudencia que le quedaba se lo impidió. Durante el resto del viaje el joven se limitó a guardarse las ganas en el bolsillo y seguir deleitándose ante aquella visión.

Jueves. Una vez más, Martín volvía a encontrarse de pie en medio de todo el gentío. Lo del día anterior había sido definitivamente un pequeño golpe de suerte, nada más, pero no era esto lo que le preocupaba. El autobús acababa de abandonar la parada en la que el objeto de sus pasiones se subía a diario y no había rastro alguno de la ansiada boina verde. De repente, el día se tornaba nublado para el joven. El mejor despertador que tenía cada mañana era la idea de ver, aunque sólo fuese de lejos, a la muchacha. De pronto, el día se le antojaba nublado y lleno de preguntas. ¿Qué podía haber ocurrido? ¿Estaría ella bien? ¿Se habría dormido? ¿Había cambiado de itinerario? El recorrido en autobús había perdido todo sentido.
Martín, sujetándose a la barra, permanecía apartado de la realidad e inmerso en enrevesados acertijos, sin reparar siquiera en las siguientes paradas que el autobús realizaba. Tan solo salió de su ensimismamiento cuando un ligero golpe en la espalda le devolvió al mundo de los vivos. El joven se giró y descubrió el origen del choque. Era ella, estaba allí, pegada a él. Su corazón soltó una descarga eléctrica que le recorrió todo el cuerpo, hasta alcanzar la punta de sus dedos. Después, un inmenso alivio trajo de vuelta el sol al día del muchacho. Nada había sucedido, fuese cual fuese el motivo, la chica de la boina verde había cambiado de parada, sólo eso, y ahora permanecía de pie junto a él, rozándole por momentos. Martín la miró, ella a él y, con una sonrisa, se disculpó por el golpe. El joven le devolvió la sonrisa y abrió la boca para hablar. No pudo ser. La lengua parecía habérsele atrofiado por la emoción.
Hasta llegar a su parada, Martín estuvo reflexionando sobre la posibilidad de decirle algo a la chica, pero el miedo, la cobardía y el temor a quedar en ridículo seguían anestesiándole las palabras. En su mente estaban claras y ordenadas. Eran palabras de admiración, palabras que denotaban lo mucho que ella significaba para él sin ni siquiera conocerla. Todas estaban allí, pero debían de estar cómodas, pues no hacían el más mínimo amago de salir.

Viernes. La noche anterior Martín la había pasado dando vueltas en la cama. A cada movimiento que hacía trataba de tomar fuerzas, de afianzar su determinación. No esperaría más. Hablaría con ella sin importarle el resultado. Tenía que hacerlo, no podía seguir de aquel modo, con el corazón desbocado cada mañana en el autobús y con la mente flotando durante el resto del día. Para bien o para mal, la necesidad de un cambio en la situación se hacía inminente.
Y allí estaba, en medio del autobús, observándola a ella y a su boina verde. No era demasiada la distancia que les separaba, pero a Martín le parecía la longitud de un estadio de fútbol. Armándose de valor, comenzó a avanzar abriéndose paso entre la gente. Un paso, otro, otro más… Ella estaba más cerca, a dos escasos metros, echando un vistazo a la portada del periódico doblado en su mano. Martín dio un paso más, el autobús se detuvo, ella alzó la mirada, directamente hacia él, la puerta se abrió, Martín se bajó.
A dos calles todavía de su destino, Martín se mortificaba considerándose un idiota. ¿Qué había pasado? Sólo tenía que haberla saludado y decirle algo. Lo había estado planeando toda la noche. Definitivamente era un apocado estúpido y, en ese momento, se odiaba un poquito por ello.

Lunes. Martín se había subido al autobús con aires renovados. Había tenido todo el fin de semana para recapacitar y pensar que lo peor que podía pasarle era que ella no mostrase interés alguno en él, con lo que la situación no sería muy diferente de la actual. En la otra mano, estaba la posibilidad de que ella le correspondiese con lo que… ¡Dios! Ni siquiera se atrevía a imaginarlo, sería demasiado bueno. Por eso, en vez de pensar en el futuro, Martín se centró en el presente y lo tenía decidido. Esta vez sí hablaría con ella.
El joven pagó su billete y no fue mucho más lejos. Se quedó cerca de la puerta delantera, haciendo oídos sordos de las peticiones del conductor, que exhortaba a la gente a desplazarse hacia la zona de atrás y despejar el camino para los que fuesen subiendo. Quería asegurarse de verla, tener la certeza de que ella se cruzaría con él, de que la tendría lo suficientemente cerca como para decirle que le gustaba.
El corazón de Martín bombeaba sangre a todo su cuerpo a toda velocidad. Llegaban ya a la parada de la chica, el punto más maravilloso de toda la ciudad. Un nutrido grupo de gente esperaba a subir. Las puertas se abrieron, Martín se adelantó un paso, el corazón le reventaba el pecho. Una mujer de mediana edad, un grupo de jovenzuelos de camino al instituto, un padre con su niña pequeña, una anciana con un gran sobre en la mano con el sello de un hospital en una esquina, un orondo caballero que no lo tenía demasiado fácil para avanzar, un joven vestido de cuero negro con una llamativa cresta en su cabeza y… ¡nadie más! Martín no podía creerlo. Con un rápido movimiento se giró para comprobar, a través de la ventanilla, que no quedaba nadie en la parada.
La agitación inicial dio paso a una tensa calma. Aún quedaba una posibilidad. Tal vez la muchacha estuviese esperando unas pocas paradas más allá. No sería la primera vez. Seguramente se trataba del destino, que ese día se sentía juguetón y le apetecía hacer esperar a Martín un poco más de lo debido.
La más absoluta decepción acompañaba al muchacho cuando se bajó del autobús. Ella no había aparecido, no había subido en ninguna de las siguientes paradas. ¿Qué pensar entonces? El joven dirigió sus pasos hacia la triste tienda de fundas de diseño para sillines de bicicleta, tratando de afrontar el resto del día con la mejor actitud posible. Se dijo a sí mismo que sólo se trataba de un ligero retraso en sus planes. No había podido hablar con ella, pero lo haría al día siguiente. Sin embargo, eso no llegó a ocurrir. Ni ella ni la boina verde volvieron a subir al autobús. Ni al otro día, ni al siguiente, ni ninguno de los que restaban hasta el momento en el que la tienda en la que trabajaba Martín se vio obligada a cerrar por las bajas ventas y el joven no necesitó tomar más aquella línea.

Un año más tarde. El autobús se detuvo en la parada a la misma hora que siempre lo había hecho. Las puertas se abrieron y ascendió por la pequeña escalinata. Pagó su billete y caminó hasta el fondo del vehículo. Entonces reflexionó en lo repetitivo del día a día. Todo seguía igual. Las mismas caras, los mismos gestos, las mismas personas. Nada había cambiado desde el día en el que se había visto obligada a tomar justo el autobús anterior por cuestiones de horario en su trabajo. Entonces se dio cuenta, faltaba algo. No estaba él, el joven que cada mañana se la comía con sus ojitos negros y tímidos. La muchacha, con su boina verde en la cabeza, paseó la mirada por todo el autobús, pero no le localizó en ninguna parte. ¿Qué habría sido de él? Siempre se había preguntado qué era lo que él tenía que decirle, pues saltaba a la vista que se moría de ganas por hablar con ella. Lo cierto era que la joven podía imaginar lo que pasaba por la mente del chico, pero le hubiese gustado oírlo en voz alta. Fue ella la que entonces lamentó no haber dado el paso.

3 comentarios:

  1. Muy bueno!! deberiamos de aprender más de la chica de la boina verde y de Martín, seriamos más libres. Espero leerte pronto!

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  2. Me ha gustado mucho Mr M, muy bien recreada la escena y los personajes y buen mensaje.

    Amaia

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  3. Es real como la vida. Mucha gente se queja de que su vida es monótona y aburrida pero no hacen nada, solo se dejan llevar. Creo que la gente se está haciendo muy cómoda y prefieren tomar las cosas como vienen en lugar de hacer algo por cambiarlo. Es como si el miedo a lo nuevo les mantuviese estancados en sus vidas tristes.

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