Ella. Ella
estaba esperándole. Sabía que él pasaría por allí; lo haría como cada noche.
Como cada noche él saldría de trabajar, se montaría en su coche y conduciría en
dirección a su casa. Y, como cada noche, pasaría por allí. Así que ella estaba
esperándole.
Ella. Era
ella la que iba a joderle la vida, como él le había jodido la suya. Un año
juntos había desembocado en una sucesión de desplantes, engaños y desengaños.
Ella que se creía la única en la vida de él había descubierto la verdad y la
verdad no le gustaba.
Ella. Lo
había descubierto de la forma más tonta. Un simple pitido en el teléfono móvil
de él, un tonto acceso de curiosidad de ella y todo cambió. El teléfono había
sonado, nada estridente. Una simple y breve señal de aviso. Él dormía junto a
ella, no se despertó. Ella no podía dormir y, aburrida, sintió la inusual
necesidad de comprobar el teléfono.
Ella
siempre había sido feliz. Después de tantas relaciones fallidas, de tantas
mentiras, de tantas utilizaciones, por fin había dado con él, el hombre
perfecto. Atractivo, encantador, detallista, cuidadoso. Durante doce meses la
había colmado de atenciones y, en los últimos tiempos, la promesa de llevar la
relación al siguiente nivel había salido a la luz. Pronto estarían viviendo
juntos, compartiendo la existencia y las experiencias. Pronto sus encuentros
dejarían de ser ocasionales. Pronto sus vidas estarían unidas para siempre y
ella era feliz porque aquello era lo que quería. Ella quería más.
Ella
consultó el reloj en su muñeca. Según sus cálculos, él no tardaría más de cinco minutos en
aparecer. Se puso en pie, se alisó su corto vestido blanco y, con los pies
descalzos, avanzó un par de metros. Allí se quedó. Quieta. Sola. Con los brazos
rodeando su cuerpo. Quieta. Sola.
Ella
recordaba la fatídica noche en la que tuvo la ocurrencia de consultar el
teléfono de él. Había sido entonces cuando lo supo. Supo que todo era mentira,
que las atenciones y los cuidados eran de plástico barato, que la existencia no
sería ya la misma, que las experiencias, simplemente, ya no serían y que la
promesa de una vida juntos se desdibujaba como el humo de un cigarrillo a punto
de consumirse por completo. Sólo era un mensaje, unas pocas palabras en la
pantalla del teléfono, pero era curioso como aquellas pocas palabras podían
cambiarlo todo.
“Cariño. No tardes mucho. Los niños esperan
a que les des el beso de buenas noches.”
Ella lo entendió al momento. Por mucho que los besos
fuesen los más dulces, por mucho que los abrazos fuesen los más fuertes, por
mucho que sus piernas se abriesen más que las de otras, aquello era algo contra
lo que ella no podía luchar. Y sí, lo entendió al momento. Todo se había
acabado para ella. O eso fue lo que pensó en un primer momento porque, como un
lobo fugitivo en la noche, otra idea vino a ocupar su cabeza. Todo podía acabar
para él también.
Ella estaba allí, esperándole en medio de la noche.
Ella iba a hacerlo porque si ella había sido capaz de ponerse de rodillas, de
ofrecerle su dolor a cambio de placer, si ella había demostrado no tener
dignidad, ahora también podía ser capaz de hacer cualquier cosa. Y lo iba a
hacer. La brisa de la noche la acariciaba, le infundía el valor que por
momentos le fallaba. Ella irguió su cuerpo y esperó.
Él. Él apagó la luz de la oficina y tomó el ascensor.
Cruzó el garaje en dirección a su coche y se introdujo en el interior. Puso el
motor en marcha y condujo a través de la noche. Tenía prisa. Quería llegar
pronto a casa. Desde que todo había terminado con ella se sentía más unido a su
familia. Ella le había abandonado o eso parecía. Algo había ocurrido, no sabía
el qué, que a ella la había empujado a desaparecer. De un día para otro no supo
más de ella. No respondía a sus llamadas, ni a sus mensajes, si acaso estaba en
casa, ninguna de las veces que él se dedicó a aporrear su puerta ella le había
abierto.
Y entonces,
como recién despertado de un sueño, él lo tuvo claro. Había sido un estúpido.
Había engañado a su familia, se había engañado a sí mismo. ¿Y todo ello por
qué? Por una mujer que, lo más que le había ofrecido, era la posibilidad de
hacérselo por atrás. No es que ello fuese una tontería, pero ¿hasta qué punto
pesaba eso más que una estable vida familiar? Ahora lo sabía, no merecía la
pena.
Él giró el
volante hacia la izquierda e hizo que el automóvil tomase la carretera
principal, una línea recta que habría de llevarle hasta las afueras de la ciudad. Una nube
enmascaró el rostro de la luna, oscureciendo la noche.
Ella oyó el
sonido lejano de un motor. Dejó caer los brazos y se mantuvo a alerta.
Él continuó
avanzando en línea recta.
Ella vio
unos faros lejanos. Consultó la hora en el reloj.
Él continuó
avanzando en línea recta.
Ella vio el
coche acercarse. Sabía que era él. Le conocía tan bien que podía incluso
reconocer su forma de conducir.
Él continuó
avanzando en línea recta. Y entonces la vio. No la reconoció. Lo único que sus
ojos registraban era un bulto blanco inmóvil en medio de la carretera.
Ella corrió
en dirección al coche.
Él no
entendió lo que ocurría.
Ella siguió
corriendo hasta estar lo suficientemente cerca.
Él sintió
su corazón golpeando su pecho.
Ella cerró
los ojos.
Él trató de
esquivarla.
Ella golpeó
con su rostro contra el cristal delantero del coche, agrietándolo del mismo
modo que él había agrietado su corazón.
Él perdió
el control del vehículo.
Ella era
amor, era odio, era sangre.
Él. Ella.
Nada…