Otra vez de duelo y esto empieza a convertirse en una
costumbre sumamente desagradable. Publicaba Don McLean en 1971 el que
posiblemente fuese su tema más emblemático, “American Pie”. En él hacía
referencia al día en el que la música murió. Así es como se recuerda la fecha en
la que la avioneta en la que viajaban Buddy Holly, Ritchie Valens y “The Big
Bopper “ se estrelló, causando la muerte de los tres artistas.
Hoy, casi cincuenta y ocho años después, seguimos
llorando, no sólo a ellos sino a todos los que se fueron después. La lista es
larga y variada, son cada vez más los nombres que se añaden y, por supuesto,
cada uno de ellos nos afecta de un modo u otro. Echando la vista atrás se nos
viene a la cabeza gente de la talla de Kurt Cobain, Tupac Shakur, Michael
Hutchence,George Harrison, Aaliyah, John Lennon o Freddy Mercury y, más recientemente,
Whitney Houston, Amy Winehouse y, como no, Michael Jackson, cuyo fallecimiento
supuso una conmoción de niveles estratosféricos.
Sin embargo, lo sucedido en este 2016 que, por fin,
termina ya, ha sido especialmente
tétrico en lo que a la música se refiere. Apenas habíamos
comenzado el año cuando, el 10 de enero, nos despertábamos con la muerte de David
Bowie, inesperada por completo, sobre todo si tenemos en cuenta que sucedía
sólo dos días después de la publicación de su último disco. Inesperada también
y, devastadora en mi caso, fue la noticia del fallecimiento de Prince el 21 de
abril, uno de mis grandes pilares musicales y que se llevaba consigo gran parte
de mi adolescencia. Llegó noviembre y,
por no perder la mala costumbre, se nos llevó a Leonard Cohen el día 7, un par
de semanas después de que el artista publicase su último álbum. Y cuando por
fin parecía que la lista se cerraba definitivamente, más que nada por lo
poquito de año que queda, el día de navidad se nos corta la respiración con la
irónica certeza de que el artista que cada año, justo en ese día, nos tenía a
medio mundo tarareando “Last Christmas” que, si bien no era un villancico, su
popularidad lo había elevado a esa categoría, nos deja casi sin hacer ruido. Ha
muerto George Michael.
Cierto es que si repasamos los sensacionalistas titulares
de los últimos años, la noticia puede no ser tan sorprendente después de todo. Neumonías,
accidentes de tráfico, drogas… Es de lo que más se ha hablado, más incluso que
de sus próximos proyectos que, sí, los había para este 2017. Supongo que está
en la naturaleza humana crear ídolos, elevarlos a los altares y luego
deleitarnos con sus miserias. Pero supongo que los amantes de la música
preferirán centrarse en eso, sus discos y sus canciones.
Y lo cierto es que su carrera no es tan prolífica como
pudiese parecer, sólo cuatro discos de estudio en treinta años. Sin embargo, como
la vida misma, las carreras artísticas no siempre se miden tanto por la
cantidad como por la intensidad y en eso, George Michael era enorme. Y supo muy
bien como transmitirnos parte de esa intensidad.
Así pues, echando la vista atrás, es fácil traer de
vuelta temas variados tanto en estilo como en temática. Podemos recordar
aquellos himnos post-disco de su época en Wham!, el dúo que formó junto a su
amigo Andrew Ridgeley. ¿Dónde, a día de hoy, no se sigue bailando un tema tan
festivo como es “Wake Me Up Before You Go-Go”? Tal vez prefiramos quedarnos que
aquel otro, el tipo de aspecto canalla que nos regaló temazos como “I Want Your
Sex”, “Faith” o la increíble “Father Figure”. Si es que parece que siempre han
estado ahí. O cómo olvidar el momento en el que, sintiéndose infravalorado como
compositor, se negó a aparecer en los video clips de canciones tan emblemáticas
como “Heal The Pain”, “Praying For Time”, “Freedom 90” o “Too Funky” (imposible
ponerse a bailar esto en medio de la pista y no sentirse guapo). Habrá quien
prefiera esa etapa suya más elegante y sobria en la que temas tan bellos como “Jesus
To A Child” “You Have Been Love” u “Older”, todos ellos reflejos de una
tristísima etapa personal, se combinaban con llenapistas tales como “Fastlove”,
obra maestra que bajo sus animado ritmo funky esconde melancolía y tristeza a
partes iguales. Chocante pudo ser para otros encontrarse con “Freeek!”, tal vez
su hit más sucio, descarado, sexy y encantadoramente guarro, con un video clip
que, quince años después, sigue pareciéndome una tralla, sin olvidar tampoco “Outside”,
su cachonda respuesta al incidente en el que resultó detenido por practicar
sexo oral en los retretes de un parque y que le empujó a declarar públicamente
su homosexualidad.
Fue precisamente su condición sexual la que le amargó la
existencia durante muchos años, sobre todo en su etapa en Wham!, viéndose
obligado a alimentar una imagen de ídolo para chicas que poco tenía que ver con
él. Años después, con su sexualidad bien reafirmada, la felicidad le dio la
espalda cuando su novio durante dos años fallecía víctima del sida. Pocos años
después era su madre la que moría relativamente joven. Un nuevo novio vino a
dar estabilidad a su vida, pero todo terminó por truncarse, gota que colmó el
vaso y que llevó al propio George Michael a pensar que, de algún modo, estaba
maldito.
Tal vez como ocurre con muchos que parecen tenerlo todo,
le faltaron las cosas más básicas para ser feliz, tal vez los grandes artistas
estén condenados a pagar con su propia felicidad la felicidad que nos dan a los
demás.
Y es por eso que hoy somos millones los que lloramos a
George Michael. No faltarán los agoreros que nos acusen de superficiales por
atrevernos a llorar la muerte de gente que estaba forrada y que vivía rodeada
de lujos cuando son otros muchos los que tanto sufren hoy en día. ¿Hace falta
decir que lo uno no quita lo otro? Además, hay algo que leí no hace mucho y con
lo que estoy totalmente de acuerdo. Y es que pensando en el duelo por artistas
con los que nunca hemos tenido una relación personal, lo cierto es que no les
lloramos porque les conociésemos, les lloramos porque son ellos los que nos
ayudaron a conocernos a nosotros mismos.
George Michael, descansa en paz.